lunes, 6 de febrero de 2017

Vivir de noche

Contra el mito y el prejuicio






Confieso que con el cine de gangsters tiendo a ser condescendiente y permisivo, principalmente por dos razones: la primera, pura debilidad personal; la segunda, porque existiendo dos tótems como la saga El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972, 1974 y 1990) y el tándem Uno de los nuestros + Casino (Martin Scorsese, 1990 y 1995), hay que asumir que todo lo que venga después solo podrá aspirar como máximo al tercer peldaño del podio.

Y eso que hay un buen puñado de títulos aspirantes a la gloria como Muerte entre las flores (Joel y Ethan Coen, 1990), El precio del poder (Brian de Palma, 1983) o Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), por citar solo un trío de ases.

Visto lo visto, el director Ben Affleck partía ya con la desventaja de enfrentarse a una mitomanía consolidada e inflexible que, además, no suele ser tan benévola como el que suscribe (hoy en día mola el extremismo porque se confunde ser "auténtico" con ser, llanamente, radical). Por si esto fuera poco, siempre he notado que hay un cierto sector influyente de la cinefilia y la crítica aficionado a alimentarse de prejuicios o manías sistemáticas, y en su fatua aspiración de ser los más enrollados o los más destroyers del barrio parecen no saber diferenciar entre el Affleck que está delante de la cámara y el que está detrás.

Porque el ex novio de Jennifer López y ex pareja artística de Matt Damon es un director más que notable —Adiós, pequeña, adiós (2009), The Town (2011) y Argo (2013)—, el cual, Oscars aparte, se ha ganado a estas alturas el respeto del patio de butacas.

Vivir de noche adapta una novela de Dennis Lehane (Mystic River, Shutter Island, Adiós, pequeña, adiós…), ambientada en los últimos años de la ley seca, cuando se intuía la legalización del alcohol y había que ir pensando en enfocar los chanchullos hacia nuevos vicios (el juego, los narcóticos). Cuenta una historia típica del género: el ascenso del delincuente modesto a la primera división de hampa, con todo el necesario lastre de conflictos y dilemas para conciliar el trabajo y la familia, con sus tejemanejes de lealtades y traiciones, con sus guerrillas étnicas entre macarronis e irlandeses, con su cuidadito con este que parece mi amigo pero igual me endiña la puñalada cuando me gire, en fin, lo de casi siempre, muy bien presentado, con envoltorio brillante y sonido abrumador, una obra más que digna para olvidarte del mundo exterior durante dos horas.

Affleck se aleja del paradigma shakesperiano de los padrinos de Coppola y emparenta su película con las más contemporáneas Enemigos públicos (Michael Mann, 2009) o Los intocables de Elliot Ness (Brian de Palma, 1987). Le sobra, o estorba un poquito, también como casi siempre, algún pasaje romántico o seudo erótico que no aporta demasiado a la chicha principal del guiso, pero nada tan grave como para deslucir el conjunto.

Y sí. Que ya lo sé. Que a Ben Affleck le cuesta una mueca lo mismo que a Haneke una carcajada. Que el muchacho no es precisamente un prodigio de versatilidad y matices interpretativos. Seguro que con Christian Bale o Michael Fassbender como protagonista la película habría ganado en este aspecto. Pero ya está. Actores de un solo registro los ha habido a centenares, incluidos los histriónicos (parece que solo sean limitados los más hieráticos, como Richard Gere o Clint Eastwood, pero, si somos justos, tampoco es que Jack Nicholson o Woody Allen se hayan caracterizado por salirse del molde que los ha hecho carismáticos). Teniendo todo esto en cuenta, y partiendo de la base de que la perfección, además de odiosa, es imposible, nos queda una buena película. Yo me lo he pasado bárbaro.

Director: Ben Affleck
Guion: Ben Affleck (sobre la novela de Dennis Lehane)
Intérpretes: Ben Affleck, Chris Messina, Zoe Saldana, Elle Fanning, Brendan Gleeson, Chris Cooper, Sienna Miller
País: Alemania

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