martes, 31 de octubre de 2017

Verano 1993

La sinceridad no basta






Es arriesgado hablar mal de una película que ha puesto de rodillas a la crítica y a los jurados festivaleros, que ha convencido a la academia de cine para presentarla a los Oscar, y que encima está inspirada en unos hechos reales que la directora ha vivido en su carne. Comprendo plenamente las razones y los sentimientos que pueden haber llevado a Carla Simón a rodarla, pero entiendo de la misma manera que el espectador no tiene ninguna obligación de conocer el entorno o las circunstancias de la obra más allá de la mera ficción que se le presenta (a cambio del precio de una entrada, no lo olvidemos tampoco), venga de donde venga la materia prima.

La primera media hora de Verano 1993 está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.

Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.

Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.

A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.

Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.

Repito: no dudo de que detrás de Verano 1993 hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).

Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.

Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.



Director: Carla Simón
Guion: Carla Simón
Intérpretes: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, Paula Robles
País: España


viernes, 20 de octubre de 2017

La cordillera

El Mal existe






Presidir un país como Argentina tiene que ser un quilombo de tres pares de alfajores, pero Ricardo Darín se atreve con todo. En La cordillera lo veremos en medio de una conspiración política y bregar al mismo tiempo con un misterio familiar que puede salpicarle y llenarle de mierda hasta las cejas. Esta vez no hay lugar para el dulce de leche, porque todo es amargo como el mate.

Sin esforzarnos demasiado, se nos viene encima un alud de metáforas alpinas que describen lo que Santiago Mitre nos quiere contar en su película.
Con un impresionante paisaje de fondo —los andes chilenos—, se celebra una cumbre de presidentes latinonamericanos, que viviremos y sufriremos a través de Hernán Blanco (sí, blanco, como la nieve), una especie de Obama argentino, el hombre común, la esperanza blanca (sí, otra vez el blanco simbólico), el político que aparentemente no ha sido infectado aún por los males que aquejan a sus homólogos y que, precisamente por ello, acude a este evento con la etiqueta del elemento más débil, la cima menos alta de este macizo montañoso donde el Everest es el presidente de Brasil y el volcán a punto de erupcionar el de México.

El Mal existe. Eso le confiesa el mandatario argentino a una periodista española desplazada a la cumbre, y no tardaremos en verificar cuánta razón tiene. Para ello, el guion apuesta por un juego a medio camino entre el prestidigitador y el trilero, donde a veces nos muestra el truco y a veces solo el resultado, dependiendo de si la trama discurre por entresijos profesionales o familiares.

De la trama política nos enseña lo que de normal no vemos, lo que hablan los políticos en la intimidad, en una barra de hotel cubata en ristre o en un despacho donde las paredes son sordas; aquello que comparten o porfían cuando no se pavonean en público y despliegan el arte de la retórica hueca. De la trama personal, por el contrario, solo vemos sus avances y consecuencias a través del lado público de Darín, de su rostro y sus gestos, de las escenas que comparte con su hija, y del batiburrillo resultante en la mollera de esta tras someterse a una sesión de hipnosis.

Le falta una vueltecita para ser redonda, pero aun así es una película interesante e inquietante que, una vez más, reafirma algo que ya sabíamos: que lo que no se ve da más miedo que lo que está a la vista. 



Director: Santiago Mitre
Guion: Santiago Mitre
Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Érica Rivas, Gerardo Romano, Daniel Giménez Cacho, Christian Slater, Alfredo Castro, Elena Anaya
País: Argentina

viernes, 13 de octubre de 2017

Blade Runner 2049

Replicar sin ofender





Uno oye Blade Runner y enseguida piensa en la oscuridad perpetua y la constante lluvia, en el test enrevesado para pillar replicantes, en un Chinatown futuro y decadente, en el saxo y la música de Informe Semanal (bueno, de Vangelis, en realidad), en el detective Deckard y su insidiosa sombra con bigote, en las lágrimas en la lluvia y el “he visto cosas que vosotros no creeríais”, en la papiroflexia y los frikis de J F Sebastian, en el luminoso gigante de Coca-Cola…

Algo de todo ello hay en esta continuación, aunque se ha perdido la atmósfera inconfundible, o, como mínimo, ya no permanece como clima exclusivo. Donde la original era claustrofóbica y orgánica, esta es más desangelada y apocalíptica. Ya no es género negro, sino distopía pura; ciencia ficción filosófica, muy de ahora, muy bien hecha también.

Repito lo dicho aquí mismo hace unos meses: siempre he sostenido que, cuando Ridley Scott filmó Blade Runner  en 1982, su máxima intención era regalarle al público un gran entretenimiento, cine de género de primera calidad. Ocurrió, sin embargo, que la película pasó a ser “de culto”, y entonces la cinefilia ceñuda y pretenciosa se vio en la obligación de reivindicarla como cine de autor profundo y selecto.

Esto, que debería ser una virtud, puede haber sido en parte una carga a la hora de acometer la temeraria empresa de rodar una segunda parte, secuela, continuación, o como prefiramos llamarla. A Denis Villenueve y sus guionistas Fancher y Green todo el mundo les va a pedir estar a la altura “intelectual” de la obra maestra de origen, mientras que lo principal de un proyecto así, tal como yo lo veo, es precisamente hacer que el espectador se olvide de cualquier otra película (ya sea por comparación, por añoranza o por aburrimiento) que no sea la que está viendo.

Así pues, Blade Runner 2049 ofrece lo que debe: equilibrio entre el disfrute y la reflexión, tensión y drama, acción y sentimiento, un buen puñado de imágenes potentes y una renovación estética y sonora acorde a los tiempos.

La hondura filosófica, además, sigue ahí. La crisis existencialista de los replicantes, las preguntas esenciales sobre la creación y el alma, el dilema cada vez menos futurista de hasta qué punto la tecnología es capaz de curar la soledad...

Ryan Gosling está bien como sucesor del cazapellejudos inmortalizado por Harrison Ford hace treinta y tantos años. Quizá el punto más flojo son los secundarios; en este caso, todos quedan ensombrecidos por sus predecesores.

Resumiendo: si Blade Runner es una criatura original, Blade Runner 2049 es un replicante. Un chiste fácil, sí, pero no un mal chiste. Dicho de otra manera: la de Ridley Scott era un thriller futurista sobre seres gélidos y sintéticos, y la de Denis Villeneuve es una película gélida y sintética sobre esos mismos seres, pero alejada ya de los cánones del cine negro tradicional. Uno no es mejor o peor hijo porque se parezca más o menos a sus padres, así que mi consejo es que os dejéis de comparaciones y mitomanías, y tratéis de disfrutarla, porque merece la pena.


Director: Denis Villeneuve
Guion: Hampton Fancher, Michael Green
Intérpretes: Ryan Gosling, Harrison Ford, Ana de Armas, Robin Wright, Sylvia Hoeks
País: Estados Unidos

martes, 10 de octubre de 2017

Detroit

Río revuelto, todos pierden






La primera vez que vi Zodiac (David Fincher, 2007) me quedó la sensación de haberme pegado un banquete pantagruélico y, al mismo tiempo, de que me habían dejado sin postre. Vista una segunda vez, me gustó todavía más, quizá porque entendí que ese desenlace no del todo satisfactorio, y esa estructura narrativa que parecía discurrir en dirección contraria a lo que entendemos por un clímax, no solo eran justificados, sino también necesarios.

Basar la película en un hecho real que no culminó con un triunfo palmario de la justicia implica dicho riesgo. Fincher decidió no manipular ese aspecto del relato verídico para complacer al espectador perezoso, y algo así ha hecho Kathryn Bigelow en Detroit, un drama sobre la injusticia y los prejuicios raciales que te recibe de mala hostia y te despide sin indemnización.

La película cuenta un enésimo episodio de disturbios raciales, ocurridos durante el verano de 1967 en la ciudad del título, y que al parecer se iniciaron con una redada policial en un bar ilegal que terminó derivando en una batalla mucho más truculenta, como si a alguien se le hubiera antojado montar en Michigan una sucursal de la guerra del Vietnam, de la que algunos implicados en este conflicto habían vuelto pensando que con ello se habían acabado los tiros y los traumas.

Aunque hay una evidente intención de retratar la realidad histórica, creo que la película mejora cuando se centra en lo anecdótico (entiéndase “anecdótico” en términos narrativos, no dramáticos), en las horas de angustia dentro de una casa en la que la policía busca a un presunto francotirador, y donde convergen los tres puntos de vista principales de la historia: el policía racista y de gatillo flojo al que es mejor darle una hostia que darle la espalda; el músico que ve truncado su sueño de grabar para la Motown por culpa de los altercados, y el guardia de seguridad pluriempleado y atrapado entre el deber del uniforme y la justicia para sus semejantes.

Bigelow es una directora que domina la acción y la tensión en pantalla. Sus primeras películas eran efectivas y algo más convencionales (Días extraños, Le llaman Bodhi, K-19 The widowaker…), hasta que llegó En tierra hostil (2008), donde adoptó el estilo nervioso y documental de Paul Greengrass y consiguió que el tío Oscar aflojara la mosca. Tan bien le fue la fórmula, que repitió con La noche más oscura (2012), obra que despertó la admiración cinéfila generalizada, pero que a mí, he de confesar, se me hizo bastante pesada.

Por suerte, aunque en Detroit apuesta por las mismas claves cámara hiperactiva que a ratos se coloca a un palmo de los personajes para apabullar al espectador como si participara directamente del embrollo, la voluntad de crónica no eclipsa el carisma de los personajes y la progresión de los hechos te mantiene alerta todo el rato. Porque de eso se trata: de que entretenga o apasione como la ficción, aunque sea realidad.

Sus defectos, principalmente dos: un maniqueísmo demasiado subrayado (no hacía falta señalarnos con tanta enjundia quiénes son los buenos y los malos en esta historia, porque ya lo sabemos antes de entrar al cine), y esa parte final, la del proceso judicial, que parece un epílogo metido a última hora y con prisas.

Una buena película que provoca emociones pero no da soluciones. Y en este caso, era la decisión adecuada, porque la sensación es que en este río revuelto todos pierden. 



Directora: Kathryn Bigelow
Guion: Mark Boal
Intérpretes: John Boyega, Algee Smith, Will Poulter, Jack Reynor, Ben O’Toole, Hannah Murray, Anthony Mackie
País: Estados Unidos