sábado, 28 de enero de 2017

Frantz

Tragedia con elegancia

 




François Ozon es un director imprevisible, lo que en su caso significa que es capaz de encandilarte con la misma facilidad que despertarte las ganas de atizarle un pescozón (dicho sea metafóricamente, por supuesto). Frantz, por suerte, pertenece a la primera categoría, y es, para un servidor, la mejor película del francés junto con la excelente En la casa (2012), con la que —casualidad o no— comparte uno de sus temas esenciales: el arte narrativo de la mentira, o cómo usar la ficción para construir una versión interesada de la realidad.

Inspirándose en la misma obra teatral que Ernst Lubitsch tomó como referente para Remordimiento (1932), Ozon nos cuenta una historia sobre las secuelas y las sinrazones de la guerra (en este caso, la Primera Guerra Mundial), pero en vez de hacerlo a base de arengas u obviedades panfletarias, recurre a un melodrama que pondrá en contacto a una joven alemana con un supuesto amigo francés de su prometido, muerto en el frente, y que nos revelará todos los horrores y traumas post bélicos con sutileza, delicadeza y ese gusto por los detalles de ambientación y por el equilibrio entre estilo y emoción que hicieron glorioso en los 80 y los 90 al tándem Ivory-Merchant (Lo que queda del día, Una habitación con vistas, Regreso a Howard’s End, Maurice…).

Como en algunos de sus trabajos anteriores, Ozon juega con las apariencias, los secretos y las ambigüedades para sugerir subtextos y zonas ocultas que uno continúa rumiando al salir del cine. Esto se debe también a la certera construcción de un guion que va surtiéndonos de conflictos y matices de forma contenida pero a la vez constante, y de una estructura que acierta al trasladar la segunda parte de la película a “territorio enemigo”, por así decir, con lo que el trasfondo antibelicista se ilustra sin necesidad de subrayados del autor, que delega en los personajes todo el trabajo.

Sirvan como ejemplo las dos escenas ambientadas en sendas tabernas. La primera, en Alemania, donde los padres se reúnen para honrar la memoria de sus hijos fallecidos o para celebrar brindando con cerveza la muerte de los hijos de otros padres que, brindando con vino, harán lo propio en alguna taberna francesa. La segunda, hacia el final, en París, con un momento entre “Yo soy Espartaco” y “Oh, capitán, mi capitán” a costa de La Marsellesa y con una testigo muda, todo para recordarnos que visitar el país del que fuera el enemigo sigue siendo incómodo y peligroso aún después de acabada la guerra.

Así pues, por medio de un blanco y negro estiloso y estratégico, nos metemos en el  universo que abordó Michael Haneke en La cinta blanca (2009), esta vez con una historia menos sórdida aunque igualmente triste y trágica. Un entorno que, por cierto (y centrado en el lado francés), retrata de maravilla Philippe Claudel en su novela Almas grises.

Paula Beer y Pierre Niney —protagonista de El hombre perfecto (Yann Gozlan, 2015), película muy recomendable para todos pero en especial para escritores, literatos, chupatintas y juntaletras en general— encarnan con entrega y veracidad a los personajes centrales de esta obra que no es tanto para llorar como para pensar. Un regalo para la vista, para las neuronas y para el corazón. Ahí es nada.

Director: François Ozon
Guion: François Ozon
Intérpretes: Paula Beer, Pierre Niney, Cyrielle Clair, Johann von Büllow
País: Francia, Alemania


miércoles, 25 de enero de 2017

Contratiempo

La sorpresa churrigueresca








Cuando un guionista no se conforma con los giros y se excede en saltos mortales, tirabuzones, retruécanos y vueltas al calcetín, lo que en un principio asombra y divierte puede acabar irritando. Dicho de otra manera: la complicidad se transforma en desconfianza, y uno acaba sintiéndose como ese amigo feo que un día se da cuenta de que los demás lo aceptan en la pandilla solo porque les hace parecer más guapos.



A Oriol Paulo le gusta tanto el “más difícil todavía” y el “donde dije digo, digo Diego”, que uno termina sospechando si todo ese entramado de falsas apariencias y aparentes intrigas no será en el fondo una mascarada para encubrir la inverosimilitud de la historia. (Y aclaro: inverosímil no es que sea improbable en la realidad, sino que sea incongruente con lo que nos están contando.) Una pena, pues sabido es que lo inverosímil bien gestionado puede resultar convincente y hasta apasionante, pero, como casi todo, cuando viene servido en exceso, se atraganta o empalaga.

Ya sea como guionista en la reciente Secuestro (Mar Targarona, 2016), o también como director en su anterior película, El cuerpo (2012), Paulo se empeña en resolver sus tramas con un encadenado de sorpresas que a veces consiguen epatar y otras tan solo confundir, cuando no revelar que nos han hecho trampas.

En términos estéticos y estilísticos, Contratiempo le guiña el ojo seductor a Hitchcock y su empecinado discípulo Brian De Palma, pero en lo referente al engranaje narrativo, quizá se advierta el influjo de títulos más recientes como Sospechosos habituales (Bryan Singer, 1995) o The game (David Fincher, 1997), obras que resolvieron con la brillantez que a Paulo se le resiste el truco del giro inesperado que deja boquiabierto al respetable.

El primer tercio es entretenido y estimulante, con un par de giros bien introducidos y que enganchan porque, aparte de enredar la intriga, potencian los conflictos dramáticos de los protagonistas. Ya no se trata sólo de desvelar el qué (el crimen) y el quién (el culpable), sino que ir adivinando el por qué se convierte de repente en el plato más jugoso del menú.

Por desgracia, antes de la mitad, una inexplicable torpeza a la hora de ensombrecer la pista que desarma el giro definitivo le revelará a quien esté medianamente atento ese supuesto deus ex machina triunfal, con lo que la percepción de lo que se va observando a partir de entonces variará sin remedio y en detrimento de nuestro asombro o admiración.

La sorpresa, por definición, depende de lo inesperado y no de lo cuantitativo. Habría bastado con que el guion se limitara a proponer un giro añadido a la presunta resolución inicial (al estilo de la novela La pesquisa, de Juan José Saer, o como sucede en la extraordinaria La vida de David Gale, de Alan Parker), en vez de recrearse en su propia filigrana.

En resumen, Contratiempo es una de esas películas que resisten el durante pero no aguantan muy bien el después. No es poca cosa, ojo. Si no sois muy tiquismiquis con esto de la estructura y la técnica narrativa, os lo pasaréis bien casi seguro.

Mención especial para el entorno en el que sucede buena parte de la acción, el Valle de Núria (muy bien escogido por su atmósfera, además de atractivo a la vista), y también para dos actrices quizá no siempre reconocidas como se merecen: Bárbara Lennie y Ana Wagener.

Director: Oriol Paulo
Guion: Oriol Paulo, Laura Sendim
Intérpretes: Mario Casas, Ana Wagener, Jose Coronado, Bárbara Lennie
País: España


Silencio

Scorsese en susurros



Si el Infierno fuera una película, estaría dirigida por Martin Scorsese. Y si el Paraíso fuera una película… también. El creador de obras como Toro salvaje, Uno de los nuestros, Taxi driver, Casino, El lobo de Wall Street, La edad de la inocencia, El rey de la comedia, After hours, El cabo del miedo, Gangs of New York, El color del dinero, Infiltrados, Shutter Island, Malas calles o La invención de Hugo (casi nada) es el mejor abanderado de aquello que llamaron el Nuevo Hollywood, una pandilla de cineastas que en la década de los 70 del siglo pasado demostraron que las inquietudes del cine de autor eran perfectamente compatibles con la esencia lúdica y espectacular del Hollywood de toda la vida. A esta generación (retratada con todo detalle en el libro Moteros tranquilos, toros salvajes, de Peter Biskind) pertenecen de forma, digamos, “oficial”, directores como Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Brian de Palma, George Lucas, Warren Beatty o Terrence Malick, compartiendo oficio y nicho histórico con otros grandes de las últimas décadas como Woody Allen, Sidney Lumet, Clint Eastwood o Sidney Pollack.

Eso sí, cuando el pequeño gran neoyorquino se preocupa por el Cielo y el Infierno en el sentido más literal de los términos, su cine aminora la velocidad y diría que se desinfla un poco. Cambiemos Vietnam por Japón, el ejército por la iglesia, y a Kurtz por el hermano Ferreira, y cualquiera pensaría que Silencio es algo así como el reverso espiritual de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Sin embargo, el que espere encontrar el nervio y el rock and roll de los títulos más celebrados y canallas del cineasta, se decepcionará casi seguro, pues esta odisea de dos misioneros en busca del jesuita perdido avanza a ritmo moroso y a veces puede resultar repetitiva (los rituales de apostasía, por ejemplo) e, incluso, un pelín espesa.



Igual es que esta vez el café del catering de rodaje era descafeinado, o que el médico le ha prohibido a Scorsese según qué excesos (el hombre va ya para los setenta y cinco), pero sorprende que, viendo lo que uno ha visto y lo mucho que lo ha disfrutado, el director no le haya sacado partido a un contexto tan jugoso y truculento como esa especie de réplica nipona de la Santa Inquisición (o, si se prefiere, el antepasado tridimensional y carnal de la caza del Pokémon).

Personalmente, prefiero al Scorsese frenético y excesivo, el más histriónico y visceral, aunque Silencio sea una película interesante y que merece la pena ver solo por los dilemas que plantea y por comprobar una vez más —la enésima— el peligro de hacer de la religión el cuarto poder (que a la postre termina siendo el único y verdadero). En el terreno interpretativo, destacar la composición entre espeluznante y grimosa de Issei Ogata, que merecía haber rascado una candidatura en los Oscar. Por lo demás, ya me relamo esperando los siguientes proyectos de Scorsese: un thriller sobre un asesino en serie del siglo XIX protagonizado por Leonardo Di Caprio y con guion de Billy Ray, y (¡atentos!) el biopic de Frank Sheeran, mafioso apodado “El irlandés”, con guion de Steven Zaillian y con un reparto que hace temblar las canillas de pura emoción: Robert De Niro, Joe Pesci, Al Pacino, Harvey Keitel…

Director: Martin Scorsese
Guion: Jay Cocks, Martin Scorsese (sobre la novela de Shusaku Endo)
Intérpretes: Andrew Garfield, Adam Driver, Issei Ogata, Tadanobu Asano, Liam Neeson
País: Estados Unidos




lunes, 23 de enero de 2017

Bienvenidos al Ambigú García


En un tiempo remoto, cuando los dinosaurios del Technicolor y la Sesión Continua habitaban la Tierra, los bares de los cines se llamaban ambigú, un nombre sugerente que casi incitaba a la tertulia cultureta cerveza en ristre. En el intermedio de los programas dobles, además, solía emitirse un anuncio con el eslogan “Visite nuestro bar”, una pieza audiovisual que a día de hoy debe de cotizarse como una joya retro entre los coleccionistas.

Cada vez hay menos cines, y los bares de estos han sido reemplazados por puestos de venta al por mayor donde la bebida de tamaño infantil contiene un litro y medio de caldo y la medida regular de un bol de palomitas coincide con las dimensiones de un jacuzzi, burbuja arriba o abajo.

Sin embargo, la afición por ver películas no se ha extinguido. Algunos siguen visitando las salas oscuras de pantalla grande, mientras que otros cultivan la cinefilia mirando la tele y sin levantar el culo del sofá de casa, o bien jugando a piratas del océano virtual y coleccionando clásicos, rarezas y spam con la misma avidez con la que antaño se merendaban programas dobles en los viejos cines de barrio.

Por otra parte, el consumidor de películas se enfrenta a diario a enemigos que parecen confabulados para boicotearle sus momentos memorables delante de una pantalla (o pantallita). A veces los enemigos toman la forma de un tráiler marrullero o chivato; otras, mutan a la piel de un crítico melindroso, pedante o ceñudo, sin descartar las veces en las que el enemigo se cuela en casa y adopta la personalidad de ese amigo o vecino que apoya sus valoraciones y recomendaciones en argumentos tan sólidos y profundos como “No vayas a verla, es una puta mierda”.

En el Ambigú García hablaremos de películas por placer y también por incontinencia, y, ya puestos, trataremos de compensar los males que causan en el espectador la publicidad engañosa y esa especie de cinefilia vegana que solo consume películas “sinceras y necesarias”.

Bienvenidos.