lunes, 19 de marzo de 2018

Lady Bird

La edad del pavo de Acción de Gracias






Durante la década de los 90 y los primeros años del nuevo siglo proliferaron cierta clase de comedias a las que se convino en denominar indies, y que venían a ser una especie de revisión actualizada del modelo romántico-urbano que Woody Allen había popularizado en obras como Annie Hall, Manhattan, Hannah y sus hermanas, Poderosa Afrodita y similares.

Eran historias sencillas sobre los dramas cotidianos de la gente corriente, aderezadas con una dosis calculada de referencias culturetas y un chorrito de humor más ácido que el habitual en las superproducciones de Hollywood. Edward Burns, Tom DiCillo, Kenneth Lonergan, Noah Baumbach, Jim Jarmusch, Kevin Smith, Alexander Payne, Judd Apatow, Todd Solondz o Michael Gondry son algunos de los nombres ilustres del género, subgénero o sambenito en cuestión.

Para bien o para mal fui espectador asiduo de este tipo de cine, que tenía la peculiaridad de resultar siempre amable y casi nunca memorable (y no lo digo en sentido peyorativo, que conste). Quizá por ello me parece desmesurada la atención y admiración mostrada hacia Lady Bird, opera prima de la actriz Greta Gerwig, con nominaciones a cascoporro y barra libre de elogios por parte de la crítica.

Es una película interesante y digna de verse, por supuesto. Es una visión madura sobre la adolescencia y un retrato afinado sobre eso que llamamos la clase media; un paseo que transita con acierto por todos los terrenos que pisa, desde el familiar hasta el sexual, desde el académico hasta el económico, desde el cultural hasta el existencial.

No obstante, es como si ya la hubiera visto, como si estuviera hecha de recortes, descartes o aun grandes éxitos recopilados de otras comedias indies. Insisto en que es con seguridad culpa mía, de mi promiscuidad cinematográfica o de mi gusto atrofiado, tanto da. El caso es que este año he visto al menos dos películas de corte similar, Qué fue de Brad (Mike White, 2017) y La gran enfermedad del amor (Michael Showalter, 2017), que disfruté mucho más y me parecieron, aunque fuera solo un poco, más sorprendentes.


Director: Greta Gerwig
Guion: Greta Gerwig
Intérpretes: Saoirse Ronan, Laurie Metcalf, Lucas Hedges, Tracy Letts, Timothée Chalamet, Odeya Rush
País: Estados Unidos


lunes, 12 de marzo de 2018

El hilo invisible

El morbo entre costuras






Algunos críticos y cinéfilos sostienen que la segunda mitad de la filmografía de Pal Thomas Anderson (la formada por Punch drunk love, Pozos de ambición, The master y Puro vicio) es superior a la primera (la que componen Sidney, Boogie nights y Magnolia), y no puedo estar más en desacuerdo. Anderson pasó de mirar a Scorsese y Tarantino a convertirse en un miembro del club de los elegidos autoconscientes, como Kubrick o Malick. Dicen quienes celebran esta transformación que es un síntoma de madurez. Pues vale. Mejor para ellos, aunque no creo que tenga nada que ver. Es decir, más maduro no tiene por qué significar más espeso, más denso, más pretencioso. Anderson se ha vuelto constreñido, circunspecto, ceñudo. Sigue siendo un director extraordinario, hasta el punto de que sus últimas películas me parecieron más valiosas desde el punto de vista de la dirección que de la narración.

Así que poco me faltó para ir a ver El hilo invisible acompañado de mi abogado, por si había que alegar defensa propia… pero no. Resulta que está bien, que funciona la propuesta entre barroca y victoriana del director, que esta vez venía a cuento lo de ser sutil y a la vez pomposo, que el manierismo y la afectación y todo eso que tanto me irrita otras veces tiene sentido en el relato de este romance turbio, enfermizo y tóxico.

Eso sí, jamás la recomendaría a espectadores convencionales, mucho menos a quienes (con todo el derecho del mundo, que conste) buscan en la sala oscura una historia evasiva y compatible con la digestión del maíz inflado.

La película aborda con elegancia —y a ratos hasta delicadeza— la historia de amor y lucha entre el obsesivo y perfeccionista diseñador de moda Reynolds Woodcock y su nueva musa, Alma, quien pondrá patas arriba el universo metódico y pluscuamperfecto del costurero, hasta entonces controlado por la férrea diligencia de su hermana Cyrill, una señora que parece fruto de las entrañas perversas de Hitchcock.

A veces la narración se acerca al suspense, y otras opta por el drama psicológico, con una estética necesariamente relamida y un tono algo gélido que, no obstante, mantiene siempre el interés y la tensión.

Perfecta también la ambientación de época, y una atmósfera que se nutre por igual del glamour del mundo de la moda y de las emociones no tan luminosas de los personajes, casi siempre contenidas pero hábilmente trazadas en gestos tan medidos como elocuentes.

Sigo prefiriendo al Paul Thomas Anderson de los inicios, pero reconozco que me ha camelado y mantenido enganchado a la historia, hasta el punto de que uno sale del cine y pasa la tarde y la noche aún con las neuronas removidas, y eso ya es mucho.


Director: Paul Thomas Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville
País: Estados Unidos


martes, 6 de marzo de 2018

Yo, Tonya

La princesa choni





Piensa en la madrastra de Cenicienta, en la bruja del cuento que prefieras, en la señorita Rottenmeier, en la vieja momificada de la mecedora de Psicosis, en la madre de Carrie o en la de Cisne negro, en Carmina Barrios atascada de rebujitos, en Angela Channing un año de mala cosecha o en Belén Esteban comiendo un limón; piensa en todas ellas a la vez y seguro que la imagen que se te representa está aún lejos de la de ese personajazo con el que Allison Janney se ha ganado un Oscar tan cantado como merecido, y que valdría una película por sí solo.

Janney interpreta a la madre de Tonya Harding (Matgot Robbie, también fabulosa), patinadora estadounidense que se hizo famosa primero por sus méritos deportivos y poco después por su implicación en la agresión a una de sus compañeras y rivales.

Tonya es una choni en un deporte de princesas, una víctima de todo aquel que debería quererla, alguien que ha aprendido a sobrevivir a base de trompazos y venablos, y que, a pesar de todo ello, posee una habilidad que la convierte en la número uno.

Con estas credenciales, la muchacha iba camino de repetir el modelo de John  Turturro en Quiz show (Robert Redford, 1996), es decir, un héroe para las masas que se parezca más a los fans que a los ídolos; un tipo corriente, del pueblo. Pero así como en la tele la estrategia es acercar los personajes al nivel que se le presupone al espectador medio, en un deporte elitista como el patinaje sobre hielo se ve que no interesaba tener a una tronista de Mujeres, hombres y viceversa como abanderada olímpica.

Gracias a un ritmo inagotable y a unos diálogos afilados como las cuchillas de los patines, Yo, Tonya funciona como una comedia negra, ácida y certera en el retrato costumbrista; una de esas obras que, de nuevo, reivindican aquello de que para crear una gran historia de ficción no hace falta un gran personaje histórico.

Eso que llamamos globalización no se limita a las franquicias de comida rápida y teléfonos móviles; también está en nuestra forma heredada de entender conceptos como el éxito o la felicidad, o en nuestra manera caprichosa y fratricida de nombrar héroes y villanos. Los mastuerzos y chapuceros aspirantes a delincuentes que protagonizan esta película son parte de esa sociedad enferma global. Parecen personajes huidos de un borrador de los hermanos Coen, pero lo sorprendente y a la vez espeluznante es que son reales, que existen (en los créditos finales podemos apreciar el buen trabajo de caracterización), y que, además, seguro que se parecen a alguien que conocemos.

Un horror para descojonarse, o un disparate para acojonarse. Elegid vosotros.



Director: Craig Gillespie
Guion: Steven Rogers
Intérpretes: Margot Robbie, Allison Janney, Sebastian Stan, Caitlin Carver
País: Estados Unidos


jueves, 1 de marzo de 2018

La forma del agua

El cine de antes





En 2001, tuvo que venir Guillermo del Toro, un director mexicano, para demostrarnos que se podían hacer películas sobre nuestra guerra civil sin repetir esa fórmula trillada de la que el público, con razón, se había hartado ya desde hacía tiempo. Primero fue El espinazo del diablo, y, cinco años después, repitió y mejoró la experiencia con El laberinto del fauno. Pocos directores saben moverse entre Hollywood y el resto del mundo con tanto desparpajo y ausencia de prejuicios como él.

En La forma del agua, Del Toro toma como referencia ese cine de ciencia ficción que hoy nos parece naif pero que en su época era fiel reflejo del clima político y los miedos ciudadanos: la guerra fría, la bomba nuclear, la conquista del espacio y la consecuente conjetura sobre la vida extraterrestre… Combinando dichos elementos, y aderezándolos con sus señas peculiares (sentido del humor tirando a negro, afinidad por los frikis y los seres marginados o rarunos), nos cuenta una historia que de entrada parece que nos hayan contado ya mil veces, empezando por La bella y la bestia, pasando por los monstruos de feria de Todd Browning, y terminando con los adefesios misántropos de Todd Solondz.

Sin embargo, donde autores como Solondz son crueles, retorcidos y en exceso amargos, Guillermo del Toro añade una pizca de luz y de eso que por desgracia estamos perdiendo en este mundo sobreinformado en el que los espectadores aspiran a ser el más experto (“yo ya lo he visto todo y ninguna película me sorprende”) o el más glotón (“me he descargado 53 temporadas de 77 series y me las he visto todas en un domingo”): hablo de esa capa de ingenuidad que se te viene encima cuando la sala de cine se queda a oscuras, de esa actitud expectante y generosa ante la obra de arte o de ficción, de esa predisposición a creerte la mentira que te van a contar porque vas a disfrutar de la evasión y no a cargarte de munición para presumir de ser el primero en ver algo, o el más original, o el más alternativo, o el más destroyer, o todo a la vez, que también.

La forma del agua mezcla lo bonito y lo feo, el cuento de hadas y el thriller, el lenguaje soez y el sexo sin remilgos (algo, por cierto, poco habitual en una película que aspira a pasar levitando por la alfombra roja de Hollywood en pocos días), y está poblada de humanidad en todos los sentidos, de lo mejor y también de lo peor de nuestra especie: un festival de pelos, escamas, sangre y agua que deslumbra en lo estético y conmueve en lo dramático.

Trabajo excelente de todos los actores, y aunque esta vez no hay cameo de Santiago Segura, se nota que Del Toro es amigo fiel, y se marca un guiño que los más iniciados en el torrrentismo sabrán apreciar.


Director: Guillermo del Toro
Guion: Guillermo del Toro, Vanessa Taylor
Intérpretes: Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Michael Stuhlbarg
País: Estados Unidos

lunes, 26 de febrero de 2018

The party

Ven a cenar conmigo… si te atreves






Que no os despisten el blanco y negro, ni su brevedad, ni sus evidentes formas teatrales: The party es una película agresiva, mordaz, corrosiva, afilada y más eficaz en su retrato del mundo actual que cualquier telediario o documental con pretensiones.

Un matrimonio formado por una recién nombrada ministra y un eminente profesor de universidad amante de la botella recibe en su casa a un plantel de amigos que parecen el reparto de un chiste: la filósofa madura y su esposa ex concursante de MasterChef; la amiga cínica y su marido teutón (un coach pelmazo que parece el contestador automático de Mr Wonderful), y el yupi cocainómano, que aparece solo porque, según anuncia, su mujer llegará con retraso.

La reunión derivará en un debate desatado y accidentado, donde caben la política, la economía, la educación y la cultura, y en el que se establecen duelos que enfrentan al amor y las ideas contra el trabajo y el dinero; a la sanidad contra la seudociencia, al coaching y el postureo espiritual contra el escepticismo y la razón académica, al feminismo contra el antimasculinismo… y entre pulla y reproche, espacio también para departir sobre la fidelidad, la ambición, el fracaso, la amistad, la muerte y casi todo lo imaginable cuando en una misma habitación juntamos seres humanos y litros de vino.

Esto de la reunión familiar o social que acaba en verbena de insultos o en bacanal de secretos inconfesables es casi un género en sí mismo, y vienen a la memoria títulos como Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992), Celebración (Thomas Vinternerg, 1998), Agosto (John Wells, 2013), El nombre (Alexandre de la Patellière, Matthieu Delaporte, 2012), Un dios salvaje (Roman Polanski, 2011) o la reciente Perfectos desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017). Quizá el factor diferenciador de The party está en su vigencia, lo que no quiere decir que sea un trabajo meramente coyuntural, ya que los temas que aborda son sin duda aplicables a realidades pasadas o futuras, si es que nadie lo remedia antes.

Los intérpretes, de sobresaliente sin excepción, o, si acaso, con matrícula de honor para Timothy Spall y Patricia Clarkson (solo el Dios del marketing sabe por quñe no aparecen entre los candidatos a los Oscars). Destacar también la banda sonora hábilmente encajada desde el propio (y único) escenario en el que transcurre la acción: un tocadiscos que crea atmósfera y juega a cambiar el registro dramático aun en contra de la voluntad de los personajes.

Todo esto en setenta minutos. (¡Setenta!) Casi un milagro en estos tiempos de películas eternas como colas en urgencias y sobrehinchadas como culturistas.



Director: Sally Potter
Guion: Sally Potter
Intérpretes: Kristin Scott Thomas, Timothy Spall, Patricia Clarkson, Bruno Ganz, Emily Mortimer, Cillian Murphy, Cherry Jones
País: Estados Unidos

viernes, 9 de febrero de 2018

Los archivos del Pentágono

El pescuezo de Nixon






Parece ser que un ratito antes del celebérrimo Watergate, el Washington Post era un periódico en horas bajas que buscaba nuevo accionariado para salvarse de la ruina y la decadencia.

Una noticia publicada por la competencia —el New York Times— respecto a la manipulación del gobierno en la gestión de la Guerra del Vietnam le ofrecerá a su editora (Mery Streep) la posibilidad de liderar otra batalla, la de la libertad de prensa, aunque solo cuente con el apoyo de su director (Tom Hanks) y tenga que hacer frente por otro lado al escepticismo de sus consejeros y asesores (un rebaño de testosterona y naftalina).

Aunque existe aún la tendencia a relacionar el nombre de Spielberg con el fuego artificial, el autor de Tiburón, E.T. El extraterrestre, En busca del arca perdida, La lista de Schindler, Parque Jurásico, Salvar al soldado Ryan, Inteligencia Artificial, Minority report, Atrápame si puedes, Munich o El puente de los espías es, por encima de todo, un gran narrador, alguien que empezó su carrera honrando a los clásicos y que ha terminado convirtiéndose él mismo en clásico por derecho propio.

Los archivos del Pentágono prolonga la serie de películas sobre la épica periodística que tanto gustan a los norteamericanos, y que tiene en Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) su modelo más reconocible. Así pues, no nos vamos a encontrar aquí al Spielberg espectacular y ruidoso, sino a uno más minucioso e intimista que saca a relucir su casi inédita vertiente crítica, enfocada sin disimulo en el ex presidente Nixon (de quien solo veremos su cogote como si fuese un villano de Hitchcock; una inequívoca invitación a recrearnos en la colleja que se le viene encima).

Sé que no es el cine que más gusta ahora; que su ritmo imparable aunque templado y su ausencia de acción trepidante pueden decepcionar a algunos, pero creo que es una película interesante y entretenida en la que se defiende la democracia y se destaca el difícil papel de una mujer ejecutiva sin recurrir a airados panfletos. Larga vida, don Steven.



Director: Steven Spielberg
Guion: Liz Hannah, Josh Singer
Intérpretes: Meryl Streep, Tom Hanks, Bruce Greenwood, Bob Odenkirk, Tracy Letts
País: Estados Unidos

viernes, 2 de febrero de 2018

The disaster artist

La comedia involuntaria






Convengamos en que el postureo friki existe. El friki ya no es necesariamente un marginado, y determinadas obras, corrientes o tendencias que acostumbramos a incluir en el catálogo oficioso de frikismos son ya tan cool como los zapatos de Manolo Blanik o el iPhone nosecuántos (he perdido la cuenta).

Precisamente por esto tenía yo mis temores antes de ver The diaster artist. Me olía que a James Franco le apetecía pegarse un pasote para vacilar a la industria y ganarse el título —aparentemente despectivo pero más pretencioso de lo que se nos quiere vender— de director maldito, o rebelde, o alternativo, o bueno, sí, friki.

Dicho de otra manera: sospechaba que no se trataría de una comedia para el público, sino de un divertimento exclusivo para su autor. Por suerte me equivoqué, y aunque es verdad que tiene momentos genuinamente graciosos y otros que lo pretenden y no lo son tanto, en general The disaster artist es curiosa y entretenida, recomendable sobre todo para los aficionados a ese subgénero conocido como “cine dentro del cine”, que abarca desde las clásicas Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, Gene Kelly, 1952), El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) o Cautivos del mal (Vincente Minelli, 1952) hasta las modernas Ed Wood (Tim Burton, 1994), Boogie nights (Paul Thomas Anderson, 1997) o Vivir rodando (Tom DiCillo, 1995). Esta última es la más cercana como obra de ficción, aunque la peculiaridad del protagonista y el hecho de que sea un personaje real hace inevitable la asociación con la película de Tim Burton.

Pero hay una diferencia fundamental: Ed Wood era un megalómano casi naif, un animador de cumpleaños infantil que se creía Orson Welles, mientras que Tommy Wiseau es poco menos que un zumbado que se cree un artista complejo y transgresor. Wood es el niño pequeño que te enseña los cuatro rayajos que ha pintado y al que le dices que es un dibujo precioso; Wiseau es el cuñao o el vecino plasta que se cree Kubrick y quiere engancharte para que veas el “artístico” vídeo de la comunión de su hijo.

La película recrea el rodaje de The room, un truñardo tan apestoso y lamentable que terminó siendo reivindicado por la incipiente aristocracia friki para amenizar sesiones golfas y practicar el malsano ejercicio de descojonarse de una obra creada justo con la intención opuesta. Ya lo hemos dicho aquí más de una vez: cuando se traspasa la frontera de la máxima intensidad, se entra en el terreno de la comedia involuntaria. Eso le ocurrió al tal Tommy Wiseau, en cuyo pellejo se mete el propio Franco logrando un calco casi perfecto y que puede apreciarse en detalle durante la sucesión de planos paralelos que acompañan a los créditos finales.

Dependiendo de cómo se afronte el visionado (o bien del número de manuales de coaching y similares que uno lleve en el cuerpo) caben dos conclusiones: que no importan los resultados si el trabajo se realiza con empeño e ilusión, o bien que si uno se cree más artista que nadie solo por ser más raro estará condenado irremediablemente al ridículo.

Confieso que durante unos minutos, recién terminada la película, se me despertaron las ganas de ver The room, por puro morbo, supongo. Suerte que se me pasaron enseguida y sigo siendo noventa minutos más cuerdo.


Director: James Franco
Guion: Scott Neustadter, Michael H. Weber (basado en el libro de Greg Sestero y Tom Bissell)
Intérpretes: James Franco, Dave Franco, Seth Rogen, Alison Brie, Zac Efron
País: Estados Unidos