martes, 12 de diciembre de 2017

En realidad, nunca estuviste aquí

Postureo y blasfemia






Atención, nuevo engaño a la vista. Esta película no es ni por asomo nada de lo que su promoción pretende sugerir. La invocación de figuras casi sagradas como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) podría ser calificada directamente de blasfemia.

No es tanto un problema de planteamiento como de resolución. Con los ingredientes de esta historia es imposible no acordarse de Taxi Driver, o de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), o aun de Leon (Luc Besson, 1994), pero todo se queda en un parecido efímero y superficial.

Como Drive, comienza demasiado ceñuda y afectada, y uno espera que, llegado cierto punto de la trama, la cosa se anime. Da la impresión de que así era sobre el papel en el que se escribió el guion, pero nada de eso se transmite a la pantalla.

Es sobre todo una película lastrada por el tratamiento erróneo de la violencia. No es que yo quiera que los directores sean todos unos carniceros (que nadie se espante). La violencia fuera de plano puede ser un recurso muy eficaz, siempre y cuando sepamos trasladar la tensión al lado visible de la película (Haneke y Tarantino lo hacen muy bien, por ejemplo).

Aquí la directora parece esforzarse tanto en no mostrarnos la gresca y la chicha que al final el empeño resulta impostado en vez de “artístico”. A veces recurre al fuera de plano, otras a elipsis abruptas, y otras a eufemismos técnicos como distorsionar la imagen o suprimir el sonido (o ambos a la vez). Insisto: si el referente pretendido es Taxi Driver, mejor haber optado por un tratamiento a los Scorsese, digo yo.

La pena es que podría haber sido un buen thriller, y acaba siendo una decepción por el hecho de querer abarcar más, de pretender no sé qué lectura filosófica o espiritual o lo que sea, que da igual porque sobra y satura y aburre.

Solo en la secuencia final parece revivir el espíritu de Travis Bickle, pero enseguida lo estropea con una coda innecesaria y producto, supongo, de sus anhelos líricos (qué manía le está dando a todo el mundo con ser poeta cuando no toca). 





Director: Lynne Ramsay
Guion: Lynne Ramsay (basado en la novela de Jonathan Ames)
Intérpretes: Joaquin Phoenix, Alessandro Nivola, John Doman, Judith Anna Roberts
País: Reino Unido

martes, 5 de diciembre de 2017

El autor

La verdad la carga el diablo





Hay películas que te gustan y te apetece recomendar; hay otras que no recomendarías aunque a ti te apasionen; también las hay que no te dicen gran cosa pero sabes que podrían gustar a mucha gente, y están igualmente las que detestas sobre todo porque todo el mundo las adora. En fin, habría más posibilidades, claro, pero el caso es que El autor es en mi opinión una de las mejores películas que he visto este año, y sin embargo no sé si todos los espectadores la estarán recibiendo con el mismo entusiasmo.

A lo mejor es porque trata sobre algo por desgracia minoritario o acaso menos popular hoy que años atrás. Hablamos de la narrativa, de la ficción, del arte o la habilidad para contar historias, un tema que la emparenta con otras grandes películas recientes como En la casa (François Ozon, 2012), Ruby Sparks (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2012) y El ciudadano ilustre (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2016).

Pero tranquilos. Esta vez no va de escritores glamurosos o malditos que buscan la fama o la inmortalidad; el cine está lleno de clichés sobre el oficio literario que, aparte de embusteros en no pocas ocasiones, acostumbran igualmente a ser cargantes, afectados o excesivamente endogámicos.

Partiendo de una novela de Javier Cercas, Martín Cuenca construye una especie de cuento envenenado y retorcido sobre la envidia, la venganza, la manipulación y las ganas de ser alguien, representado en la figura de un personajillo impagable con el que Javier Gutiérrez se marca un (otro más) papelón antológico.

Un empleado de notaría corroído por la envidia de ver a su mujer convertida en una exitosa novelista decide demostrar que él también es capaz de escribir un best-seller. Su profesor de escritura creativa le aconseja hurgar en la cotidianidad para encontrar la materia prima ideal y dar con una de esas historias en las que el tópico afirma que la realidad supera a la ficción. Sin saberlo, sus vecinos se convertirán de repente en figurantes al servicio de su proyecto.

Aunque Gutiérrez se merienda la función hasta las migajas, justo es destacar también lo bien dibujados e interpretados que están los secundarios, donde tal vez solo una María León más encorsetada de lo normal no parece del todo cómoda.

Después de la sórdida y algo ensimismada Caníbal, Manuel Martín Cuenca sorprende con esta obra cáustica, intrigante y entretenida; cine que te hace pensar y pasártelo bien. Queremos más como esta, por favor.



Director: Manuel Martín Cuenca
Guion: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (basado en la novela de Javier Cercas)
Intérpretes: Javier Gutiérrez, Antonio de la Torre, Adelfa Calvo, María León
País: España

miércoles, 29 de noviembre de 2017

La batalla de los sexos

Respeto con sonrisa






La actualidad informativa provoca a veces interferencias como zancadillas de elefante en cualquier ámbito de la vida, desde la conversación de cada día durante el café mañanero hasta el argumento de la ficción que utilizamos para evadirnos precisamente de dicha realidad.

Espero que esos sucesos execrables y comprensiblemente acaparadores de portadas y titulares (manadas de cafres miserables, matarifes de cuarto de estar, parricidas de aliento etílico y corazón podrido…) no lleguen a enturbiar la interpretación o las ganas de ver una película como La batalla de los sexos, que es, al fin y al cabo, una comedia.

Los famosos directores de la divertida y aspirante a clásico Pequeña Miss Sunshine (2006) reproducen esta vez el desafío que el tenista retirado Bobby Riggs le lanzó a la por entonces candidata a número uno Billie Jean King, materializado en un partido celebrado en 1973 y que pasaría a la historia por su simbolismo social más que por su naturaleza deportiva. ¿Podía una tenista vencer a un tenista, aunque fuera ya un jubilado como Riggs?

El planteamiento de la apuesta es ya en sí mismo discutible y en buena medida ofensivo, pero después de ver al tal Riggs escupir joyas dialécticas como “A mí me encantan las mujeres… en la cocina y en la cama”, no hace falta mucho esfuerzo para convertirse en hooligan del bando contrario y contar los días, las horas y los minutos para que empiece el partido.

Es verdad que la película ilustra el asunto con más elegancia que vitriolo, pero eso tampoco es sinónimo de frivolidad, y menos aún de insensibilidad. Como comedia no termina de estallar, y tampoco quiere cargar demasiado el saco del drama, pero la historia, aparte de verídica (que con eso ya gana predisposición) es tan pintoresca y aplicable a la actualidad que no solo se deja ver, sino que casi te obliga a que la veas y la digieras.

Una digestión que, por ejemplo, nos debería recordar que mantener una rivalidad fortalece al que discrimina más que al que pelea por sus derechos. El propio concepto de batalla de sexos viene de algún modo a dar la razón al que sostiene que ambos géneros son opuestos y están por tanto abocados al enfrentamiento. La clave de todo está quizá en una frase que dice Billie Jean King tras una pregunta de la prensa: “No queremos ser mejores, solo pedimos respeto”.

Me temo que se nos ha olvidado que esa es o debería ser la base del feminismo. Que no es el lado opuesto del machismo, sino su vacuna. El feminismo no es reclamar que las mujeres son superiores a los hombres (eso sería replicarlo, no combatirlo), sino exigir la igualdad de oportunidades, de derechos, de sueldos, de trato personal, de consideración general.

Tampoco está mal recordar que el machismo no solo lo ejercen y fomentan los hombres, y que quizá el hueso más duro de roer en esta merienda de fieras es el de las mujeres que prolongan los tics y comportamientos que por otro lado se quieren eliminar (hay un personaje que lo representa en la película, y creo que es también un acierto).

Rebelarse ante atrocidades como la de la manada se San Fermín no es competencia exclusiva del feminismo; es justicia, nos compete a todos, hombres y mujeres. Mientras tanto, tenemos derecho a distraernos con obras como esta, tal vez no muy brillante, pero sí entretenida y equilibrada, que ya quisieran muchos.



Director: Jonathan Dayton y Valerie Faris
Guion: Simon Beaufoy
Intérpretes: Emma Stone, Steve Carell, Andrea Riseborough, Bill Pullman
País: Estados Unidos

jueves, 23 de noviembre de 2017

La gran enfermedad del amor

Ciencia inexacta






El productor de esta película, Judd Apatow, es uno de los nombres más reconocidos —y puede que una pizca sobrevalorados— de la comedia cinematográfica norteamericana en los últimos años. La gran enfermedad del amor se inspira en una historia real, pero tiene unos cuantos puntos en común —cómico monologuista, historia de amor, enfermedad repentina e insidiosa— con Hazme reír (2009), en mi opinión la mejor película de Apatow como director.

Kumail Nanjiani protagoniza y escribe (junto a su compañera de aventuras en la vida real) esta versión filmada de su propia experiencia personal: la ocurrencia de enamorarse de Emily, una chica blanca que no encaja con la mentalidad y los planes que su familia musulmana recalcitrante tiene previstos para su futuro.

La película avanza sin estridencias ni atropellos, dosificando con acierto las raciones de comedia (más en los diálogos que en las situaciones), de modo que cuando aparecen los episodios dramáticos los podamos enfrentar con la debida seriedad.

También posee en su estructura algo muy apatowiano (valga el neologismo, por una vez y sin que se convierta en vicio), aquello de que a media película la trama tome un desvío hasta casi transformarse en una historia diferente. Esto, por supuesto, no nos saca del todo de lo que habíamos estado viendo hasta entonces, si bien durante unos minutos podría temerse lo peor (oh, cielos, otra presunta comedia que me cuela el melodrama con calzador de púas y sin anestesia). No os quepa duda de que en manos de un sádico telefilmero al uso, esta historia habría sido carne de sobremesa dominical kleenex en ristre.

La gran enfermedad del amor es una comedia romántica, sin paliativos, pero con la virtud de proponer fórmulas que en algunos momentos se alejan de las acostumbradas, tanto en el atrevimiento de introducir el humor cuando el contexto parece pedir lo contrario como en la resolución de ciertos conflictos dramáticos que no por familiares deberían ser siempre previsibles.

Sencilla y amena, aunque más profunda que la mayor parte de lo que nos suele ofrecer este género tan trillado. Más allá de que la historia real sea de esas que calificaríamos “de película”, Showalter, Nanjiani y Gordon nos advierten entre líneas de algo que el cine romántico suele encubrir con edulcoradas falacias: que el amor no es una ciencia exacta y que estar enamorado no te hace siempre simpático o aceptable a ciertos ojos ajenos.



Director: Michael Showalter
Guion: Emily V. Gordon, Kumail Nanjiani
Intérpretes: Kumail Nanjiani, Zoe Kasdan, Holly Hunter, Ray Romano
País: Estados Unidos

viernes, 17 de noviembre de 2017

A ghost story

Castigo eterno






Se ve que el otoño me ha pillado con las reservas líricas al mínimo, porque no soy capaz de verle el arte a tanto poeta disperso por la cartelera.

Después de chapotear en los versos farragosos de Madre! y de sobrevivir despierto al sopor naturalista de Verano 1993, me venden A ghost story como un trabajo (entrecomillo lo siguiente porque son píldoras literales de lo que se puede leer por ahí) “poético”, “inquietante”, “atrevido”, “provocador”, “extraño”, “hipnóticamente fascinante”, y asimismo como una experiencia cinematográfica “singularmente extraña”, “intrépida”, “apasionante”, “preciosa”…

A ver si lo explico como si estuviéramos charlando en un bar (que al fin y al cabo, eso es un ambigú): cuando en una retransmisión de fútbol escuchamos al comentarista decir que “está siendo un partido muy táctico”, cualquiera sabe que hay que traducirlo como “está siendo un solemne pestiño”. El típico empate a cero de centrocampismo enquistado y sin ocasiones de gol que entusiasma a los amantes de la pizarra y la estrategia, pero que aburre hasta la desesperación a los espectadores.

Es decir, si a uno lo que le interesa de forma exclusiva son los aspectos técnicos —el encuadre, la fotografía, el formato, el montaje—, tal vez se deshaga de gusto contemplando esta obra afectada, manierista y artificiosamente minimalista, rodada en pantalla cuadrada tipo diapositiva (¿alarde vintage?, ¿esnobismo puro?) y en la que los desaprovechadísimos actores se esfuerzan por ganarse el sueldo casi lo mismo que los muebles.

O imaginemos que de una novela solo tenemos en cuenta la gramática, el tipo de letra, el formato de página, el grosor del papel, el color de la tinta, la foto de la portada… ¿La historia? Menuda ordinariez.

Y no es que no hubiera materia prima. Puedo entender el enfoque que Lowery le quiere dar a su película de fantasmas, lo de rescatarla de los clichés del cine de terror convencional y todo eso. Pero no me explico por qué sigue habiendo tanto director empeñado en creer que el tedio y la languidez son la mejor manera de reflejar la delicadeza y la sensibilidad. A ghost story resulta, en el mejor de los casos, un videoclip aburrido, el enésimo cortometraje alargado y el penúltimo ejemplo de autor que muere víctima de su propia metáfora.

Pues eso. Que de contar algo, menos que poco, y apenas con cuatro palabras medio susurradas y un par de subtítulos perezosos (¿no éramos poetas?; pues a esforzarse, hombre). Para mayor despropósito, el parlamento más largo —que tarda una hora en llegar— suena a explicación innecesaria, a incongruencia e impostura, a inseguridad o pereza, a desconfianza del autor respecto a su propia elección narrativa (insisto: ¿no somos poetas?, ¿no dominamos el arte de la sugerencia?).

Eso es lo de menos, obviamente; que no se hable, o que se gaste poca saliva. Tampoco había diálogos sonoros en The artist (Michel Hazanavicius, 2011) o Blancanieves (Pablo Berger, 2012), y bien que funcionaban y llegaban hasta el tuétano. La ausencia casi total de palabras en esta película no es más que otra consecuencia de su grandilocuente abulia.

Si os apetece, por ejemplo, emplear 5 minutos y medio de vuestra vida en mirar cómo una actriz se come una tarta (es literal, lo prometo: casi seis minutos, y eso en una pantalla de cine es acariciar la eternidad), pues nada, adelante mis valientes. Yo ya he tenido bastante.



Director: David Lowery
Guion: David Lowery
Intérpretes: Rooney Mara, Casey Affleck
País: Estados Unidos

martes, 14 de noviembre de 2017

El secreto de Marrowbone

Más de un secreto






Pese a su incontestable idilio con la taquilla, el nombre de J. A. Bayona no es precisamente un reclamo irresistible para mi instinto filmófilo. Sus películas me parecen melodramas convencionales disfrazados de terror, aventura o fantasía. Eso que antes se llamaba gato por liebre (o como cuando pides un sobao pasiego y te traen una cupcake).

Así que me asomo con reticencia a esta producción bendecida por el autor de El orfanato, Lo imposible y Un monstruo viene a verme, dirigida por su guionista habitual, y que termina resultando más sórdida e intrigante de lo previsto, cosa que agradezco.

Por enésima vez, nos reencontramos con esa manía que tienen los personajes de las películas de miedo de irse a vivir al quinto churro, lejos del mundo civilizado de los enchufes y las farmacias de guardia. En este caso quizá con más justificación, pues la familia protagonista —madre y cuatro vástagos— parece huir de la amenaza de un padre violento. El problema es que, como en cualquier caserón abandonado que se precie, tras la mugre y el papel pintado rococó habita un terrible secreto… Bueno, de hecho hay más de un secreto, y su impacto dependerá del número de películas que uno lleve en el buche. En Ambugú García hemos visto demasiadas, pero a un espectador menos prolífico o glotón puede quedarle aún resquicio para la sorpresa.

Ayuda el envoltorio, más que aparente; un estilo atractivo a los ojos, buena ambientación, fachada hollywoodiense, fotografía de primera división, todo tan cuidado que a veces parece que importe más la carcasa que las entrañas.

Así, el miedo sugerido o fuera de plano funciona mejor que el visible. Ese padre mencionado que nunca vemos del todo es el mejor elemento de terror, pues los sustos, aparte de contados, vienen cantados.

Más que entrar en una casa encantada, El secreto de Marrowbone se parece a ir al psicoanalista con la defensa baja, y aunque es imposible no acordarse en ciertos momentos de Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) o El orfanato (J.A. Bayona, 2007), esta opera prima de Sergio G. Sánchez aguanta por sí sola la prueba de fuego de la tarde del domingo o el día del espectador. No es poca cosa.



Director: Sergio G. Sánchez
Guion: Sergio G. Sánchez
Intérpretes: George MacKay, Mia Goth, Charlie Heaton, Anya Taylor-Joy
País: España

martes, 7 de noviembre de 2017

Madre!

La madre que parió al artista






Que todavía hoy se tenga que promocionar una película con el adjetivo “provocativa” no dice mucho de nuestra evolución como sociedad, para qué engañarnos.

Aunque el envoltorio sea más lujoso y pretencioso, el reclamo utilizado para cautivar al público por ciertas obras (desde 9 semanas y media hasta 50 sombras de Grey) es idéntico al que arrastraba a nuestros carpetovetónicos abuelos hasta Perpignan, para ver películas cuyos títulos (de bufa rima consonante) y guiones (plagados de sonrojantes dobles sentidos inspirados en la fontanería y las manualidades) parecían el resultado de una congregación de universitarios que se han fumado una clase y se han bebido una garrafa de calimocho. Una experiencia que en muchos casos se recompensaba con la pírrica limosna de un pezón en 2 dimensiones.

Algo por el estilo parecía prometer la publicidad de Madre!, y, visto lo visto, ojalá hubiera sido eso. Pocas cosas me dan más miedo que un director de cine queriendo ser poeta… y Darren Aronofsky es un reincidente habitual. No digo yo que un poco de trascendencia de vez en cuando no venga mal — no todo en la vida va a ser frivolidad y jolgorio—; distinto es cuando se te va la mano con la dosis y ocurren cosas como que la gente en el cine se ría cuando se supone que lo que estás viendo es trágico y profundo. Traspasar la frontera de la máxima intensidad implica adentrarse en el territorio de la comedia involuntaria (mejor que nadie lo saben los creadores de culebrones).

La película puede verse como una metáfora de la creación artística que toma como referencia el acto biológico del parto. A partir de aquí, que cada cual personalice la receta con los ingredientes que se le ofrecen, unos más evidentes que otros: la maternidad y la inspiración, la gestación de la idea creativa como un embarazo, la intención de equiparar la creación de una obra de arte al fenómeno de generar una nueva vida, la necesidad de que unas vidas se extingan para que surjan otras, la imposibilidad de llevar lo que se conoce como una vida normal (familia, matrimonio, paternidad) cuando se vive entregado al arte, que termina contaminándolo todo… El arte en sí mismo, y el ego del artista, claro está: si el creador destruye su vida íntima, ahí están también los fans, con su fetichismo enfermizo y su devoción loca, irresistible, la tentación de rendirse a la admiración y la adulación, el amor entendido como el placer de que otro te adore… Hay tantas interpretaciones que uno no sabe si quedarse con alguna o quedarse directamente pasmado.

Quizá la clave quiera estar en una frase que el personaje que encarna Javier Bardem le confiesa a su mujer tras haber hablado con algunos de sus admiradores: “Todos han entendido mi obra; cada uno de una manera distinta, pero todas son válidas”. Buen intento, señor Aronofsky, pero también me suena a la típica excusa del egocéntrico ensimismado, del que aspira a la incomprensión como cima de su distinción intelectual.

Otra posible explicación sería la derivada de un análisis clínico; es decir, como el control anti dopaje que les hacen a los deportistas. Persiste el mito —un poco infantil, en mi opinión— de que las drogas pueden proporcionar de manera artificial el talento que uno no tendría nunca de forma natural. No sé si Darren Aronofsky se mete algo o si solo toma rooibos y pastillas Juanola, pero la mayoría de sus películas parecen criaturas surgidas de un delirio politoxicómano. Madre! debería ser como una pastilla que te tomas y te provoca un montón de sensaciones estimulantes, pero resulta ser como el efecto secundario de haberte tomado un montón de pastillas que no deberías haber mezclado.

Quedaba la esperanza de los actores, pero el director se las apaña para contagiar su delirio y convertir un contrastado reparto en una caterva de intérpretes histriónicos (llama la atención en especial el caso de Ed Harris, que hasta ahora tenía en la sobriedad su mayor virtud).

La película idónea para tirarse el pisto en una tertulia cultureta, aunque el peaje —aviso— son dos horas y pico de onanismo nivel barracón de reclutas. Ojo, que salpican neuronas con gafas de pasta.



Director: Darren Aronofsky
Guion: Darren Aronofsky
Intérpretes: Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris, Michelle Pfeiffer
País: Estados Unidos


martes, 31 de octubre de 2017

Verano 1993

La sinceridad no basta






Es arriesgado hablar mal de una película que ha puesto de rodillas a la crítica y a los jurados festivaleros, que ha convencido a la academia de cine para presentarla a los Oscar, y que encima está inspirada en unos hechos reales que la directora ha vivido en su carne. Comprendo plenamente las razones y los sentimientos que pueden haber llevado a Carla Simón a rodarla, pero entiendo de la misma manera que el espectador no tiene ninguna obligación de conocer el entorno o las circunstancias de la obra más allá de la mera ficción que se le presenta (a cambio del precio de una entrada, no lo olvidemos tampoco), venga de donde venga la materia prima.

La primera media hora de Verano 1993 está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.

Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.

Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.

A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.

Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.

Repito: no dudo de que detrás de Verano 1993 hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).

Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.

Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.



Director: Carla Simón
Guion: Carla Simón
Intérpretes: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, Paula Robles
País: España


viernes, 20 de octubre de 2017

La cordillera

El Mal existe






Presidir un país como Argentina tiene que ser un quilombo de tres pares de alfajores, pero Ricardo Darín se atreve con todo. En La cordillera lo veremos en medio de una conspiración política y bregar al mismo tiempo con un misterio familiar que puede salpicarle y llenarle de mierda hasta las cejas. Esta vez no hay lugar para el dulce de leche, porque todo es amargo como el mate.

Sin esforzarnos demasiado, se nos viene encima un alud de metáforas alpinas que describen lo que Santiago Mitre nos quiere contar en su película.
Con un impresionante paisaje de fondo —los andes chilenos—, se celebra una cumbre de presidentes latinonamericanos, que viviremos y sufriremos a través de Hernán Blanco (sí, blanco, como la nieve), una especie de Obama argentino, el hombre común, la esperanza blanca (sí, otra vez el blanco simbólico), el político que aparentemente no ha sido infectado aún por los males que aquejan a sus homólogos y que, precisamente por ello, acude a este evento con la etiqueta del elemento más débil, la cima menos alta de este macizo montañoso donde el Everest es el presidente de Brasil y el volcán a punto de erupcionar el de México.

El Mal existe. Eso le confiesa el mandatario argentino a una periodista española desplazada a la cumbre, y no tardaremos en verificar cuánta razón tiene. Para ello, el guion apuesta por un juego a medio camino entre el prestidigitador y el trilero, donde a veces nos muestra el truco y a veces solo el resultado, dependiendo de si la trama discurre por entresijos profesionales o familiares.

De la trama política nos enseña lo que de normal no vemos, lo que hablan los políticos en la intimidad, en una barra de hotel cubata en ristre o en un despacho donde las paredes son sordas; aquello que comparten o porfían cuando no se pavonean en público y despliegan el arte de la retórica hueca. De la trama personal, por el contrario, solo vemos sus avances y consecuencias a través del lado público de Darín, de su rostro y sus gestos, de las escenas que comparte con su hija, y del batiburrillo resultante en la mollera de esta tras someterse a una sesión de hipnosis.

Le falta una vueltecita para ser redonda, pero aun así es una película interesante e inquietante que, una vez más, reafirma algo que ya sabíamos: que lo que no se ve da más miedo que lo que está a la vista. 



Director: Santiago Mitre
Guion: Santiago Mitre
Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Érica Rivas, Gerardo Romano, Daniel Giménez Cacho, Christian Slater, Alfredo Castro, Elena Anaya
País: Argentina

viernes, 13 de octubre de 2017

Blade Runner 2049

Replicar sin ofender





Uno oye Blade Runner y enseguida piensa en la oscuridad perpetua y la constante lluvia, en el test enrevesado para pillar replicantes, en un Chinatown futuro y decadente, en el saxo y la música de Informe Semanal (bueno, de Vangelis, en realidad), en el detective Deckard y su insidiosa sombra con bigote, en las lágrimas en la lluvia y el “he visto cosas que vosotros no creeríais”, en la papiroflexia y los frikis de J F Sebastian, en el luminoso gigante de Coca-Cola…

Algo de todo ello hay en esta continuación, aunque se ha perdido la atmósfera inconfundible, o, como mínimo, ya no permanece como clima exclusivo. Donde la original era claustrofóbica y orgánica, esta es más desangelada y apocalíptica. Ya no es género negro, sino distopía pura; ciencia ficción filosófica, muy de ahora, muy bien hecha también.

Repito lo dicho aquí mismo hace unos meses: siempre he sostenido que, cuando Ridley Scott filmó Blade Runner  en 1982, su máxima intención era regalarle al público un gran entretenimiento, cine de género de primera calidad. Ocurrió, sin embargo, que la película pasó a ser “de culto”, y entonces la cinefilia ceñuda y pretenciosa se vio en la obligación de reivindicarla como cine de autor profundo y selecto.

Esto, que debería ser una virtud, puede haber sido en parte una carga a la hora de acometer la temeraria empresa de rodar una segunda parte, secuela, continuación, o como prefiramos llamarla. A Denis Villenueve y sus guionistas Fancher y Green todo el mundo les va a pedir estar a la altura “intelectual” de la obra maestra de origen, mientras que lo principal de un proyecto así, tal como yo lo veo, es precisamente hacer que el espectador se olvide de cualquier otra película (ya sea por comparación, por añoranza o por aburrimiento) que no sea la que está viendo.

Así pues, Blade Runner 2049 ofrece lo que debe: equilibrio entre el disfrute y la reflexión, tensión y drama, acción y sentimiento, un buen puñado de imágenes potentes y una renovación estética y sonora acorde a los tiempos.

La hondura filosófica, además, sigue ahí. La crisis existencialista de los replicantes, las preguntas esenciales sobre la creación y el alma, el dilema cada vez menos futurista de hasta qué punto la tecnología es capaz de curar la soledad...

Ryan Gosling está bien como sucesor del cazapellejudos inmortalizado por Harrison Ford hace treinta y tantos años. Quizá el punto más flojo son los secundarios; en este caso, todos quedan ensombrecidos por sus predecesores.

Resumiendo: si Blade Runner es una criatura original, Blade Runner 2049 es un replicante. Un chiste fácil, sí, pero no un mal chiste. Dicho de otra manera: la de Ridley Scott era un thriller futurista sobre seres gélidos y sintéticos, y la de Denis Villeneuve es una película gélida y sintética sobre esos mismos seres, pero alejada ya de los cánones del cine negro tradicional. Uno no es mejor o peor hijo porque se parezca más o menos a sus padres, así que mi consejo es que os dejéis de comparaciones y mitomanías, y tratéis de disfrutarla, porque merece la pena.


Director: Denis Villeneuve
Guion: Hampton Fancher, Michael Green
Intérpretes: Ryan Gosling, Harrison Ford, Ana de Armas, Robin Wright, Sylvia Hoeks
País: Estados Unidos