martes, 28 de marzo de 2017

Crudo

Ser del montón






Esta película multipremiada en distintos festivales, como el de Cannes o el de Sitges, llama la atención por salirse felizmente de la norma a la que suele adherirse el cine gore o ese subgénero conocido como slasher. Crudo va de sangre y adolescentes, sí, pero su efectividad no se basa en la desmesura sino en la exactitud, en lo bien elegidos que están los momentos para inquietar y revolver las tripas. Que nadie espere kilos de carne trinchada o diluvios de hemoglobina; cualquier peliculilla de zombis —y aun algunos thrillers— enseña más, aunque dudo que impresione tanto.

A estas alturas uno ya ha visto suficientes hachazos, decapitaciones, hemorragias y desmembramientos como para estar curado de todo espanto. Sin embargo, todavía retiro la vista de la pantalla cuando intento obligarme a ver escenas como la del interrogatorio en El crimen de Cuenca (Pilar Miró, 1979), en la que los agentes de la guardia civil colocaban astillas bajo las uñas de los presos y luego jugaban al trampolín…

La directora Julia Ducournau adopta un punto de vista similar frente al horror de conductas como el canibalismo o el vampirismo. Y añade, para regocijo, el detalle irónico de presentarlo por medio de una jovencita criada en el seno de una familia animalista y vegana. La joven se estrena en la facultad de Veterinaria, donde se reunirá con su hermana mayor, y pasará por el via crucis de rigor para su adaptación al entorno: novatadas, marginación, aquelarre de raritos, desorientación sexual, amistades peligrosas y rituales de iniciación que abrirán puertas insospechadas.

Hay elementos en común con la magistral Déjame entrar (Thomas Alfredson, 2008), y aunque, por supuesto, no alcanza su nivel, Crudo ofrece sorpresas y matices grimosos que la alejan de la serie B convencional y la aproximan a otros retratos de la problemática adolescente que, por el hecho de ser abordados desde géneros distintos al terror, suelen ser más respetados, como es el caso de la estupenda Hard Candy (David Slade, 2005), la interesante Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011) o la insufrible Elephant (Gus Van Sant, 2003).

Así pues, sí, hay chicha; pero también miga. 



Directora: Julia Ducournau
Guion: Julia Ducournau
Intérpretes: Garance Marillier, Ella Rumpf, Rabah Nait Oufelia, Laurent Lucas
País: Francia

miércoles, 22 de marzo de 2017

Tu peli me suena (3) - John Carney




John Carney se hizo popular con Once (2006), una de esas piezas minimalistas y carentes de grandes pretensiones, destinada en principio a un paso fugaz por la cartelera, que sin embargo se prolongó larga e inesperadamente gracias a la promoción espontánea de los espectadores. Valiéndose de los artistas reales —Glen Hansard y Marketa Irgova— para protagonizarla, Carney cuenta la historia de un músico callejero que ha hecho del desplante de su ex novia la materia prima principal de sus canciones, y que un día se topa con una inmigrante checa, vendedora de flores y también aspirante a cantautora. Cuando ambos unen sus cuitas y sus instrumentos, nacerá un dúo capaz de parir temas como Fallimg slowly, Oscar a la mejor canción original, y abanderada de un ejército de canciones sencillamente deliciosas. Con Once, el director irlandés asentó los rasgos definitorios de su cine, que es amable, melancólico y sentimental, pero en ningún caso ñoño o lacrimógeno, y dejó constancia de una habilidad admirable para eludir los finales felices previsibles, sin que ello suponga que uno se sienta insatisfecho cuando aparecen los títulos de crédito.




En Begin Again (2014) —para mí su mejor película—, Carney cruza el charco y traslada a Nueva York lo que tan bien le funcionó en Dublín. La música como banda sonora, pero también como argumento y como medio de vida, como negocio y como forma de expresión. Al igual que en su pariente no tan lejana The Commitments (Alan Parker, 1991), la música está integrada en la lógica narrativa de la historia y no supone (como en los musicales clásicos al estilo Broadway) una ruptura de los cánones de la realidad. Las canciones se interpretan en un bar o en un concierto, en un ensayo o en la ducha, o bien son escuchadas en la radio o en un reproductor MP3. Pero esto no quiere decir que Carney carezca de sutileza o de sentido poético. Secuencias como la del productor imaginando los arreglos o la conversación sobre cómo la música puede manipular la banalidad hasta convertirla en emoción son una muestra del talento de este director irlandés para llegar al corazón por la vía de la sencillez. Carney sigue apostando además por los buenos sentimientos antes que por los desenlaces felices, y eso se nota tanto en la manera de contarnos la relación entre padre e hija como en el desarrollo de la amistad entre la pareja protagonista. Números musicales con fuerza, como el del callejón con los chavales o el de la terraza, y una mirada optimista a la transformación del negocio musical en relación con los nuevos canales y tecnologías de la comunicación. Buen rollo con naturalidad y sin peligro para los diabéticos.





Su última película hasta la fecha, Sing Street (2016), mantiene las constantes habituales, pero esta vez cambia de época. Viajamos a los albores de la década de los 80, el rock sinfónico y grandilocuente de Genesis o Pink Floyd es para hermanos mayores trasnochados, y estar en la onda significa orientar la oreja hacia las bandas que recogen y reinventan las esencias del punk —Joy Division, The Cure—, y después ir enganchándose al tren de la moda, que lo mismo se viste de neorromántica —Duran Duran, Spandau Ballet— que de tecnopopera —Depeche Mode, Human League—, y con ello Carney compone una historia que ya hemos visto pero que siempre apetece ver: conquistar a la chica y plantar cara a los abusones del patio del colegio pasa por la misma solución, montar tu banda, reivindicarte a través de tus canciones, y eso es justo lo que el adolescente protagonista se atreve a hacer ayudado de sus colegas medio nerds y con el impagable asesoramiento de su hermano, que en este caso no es trasnochado, sino una especie de gurú del vinilo. Si has vivido los 80, a lo mejor te regalas un buen rato y, después de verla, te sorprendes a ti mismo rebuscando en el cuarto de los trastos tus viejas casetes y tarareando los viejos himnos del viaje de fin de curso, del paso del Ecuador o de los días de litrona y hierbas. Muy recomendable.
“Ellos son la tristeza alegre”, dice el hermano mayor, y entonces suena esto:



jueves, 16 de marzo de 2017

El viajante

Cierra la puerta







Antes que nada, pongamos las cartas sobre la mesa, o las cartas boca arriba, o los puntos sobre las íes, o las cuentas claras y el chocolate espeso, o al pan pan y al vino vino, o como sea, que cada cual elija su latiguillo favorito: el cine iraní, así, como concepto en su totalidad, es algo de lo que habla mucha gente tanto para alabarlo como para denostarlo, aunque yo diría que saber, lo que se dice saber de verdad qué es, muy poco o nada, y me incluyo el primero.

Me explico: a menos que uno haya vivido en Irán durante un tiempo considerable, lo más que llega aquí de su producción cinematográfica es escaso, y eso siendo generoso. Hasta hace cuatro días, una película iraní era invariablemente sinónimo del naturalismo plomizo de Abbas Kiarostami, alternado solo muy de vez en cuando con filmes de innegable valor antropológico y documental —los de Jafar Panahi o Hana Makhmalbaf, por ejemplo—, pero que rara vez conectaban con un público que —no lo olvidemos, por favor— no acude a los cines para ver Informe Semanal en una pantalla gigante.

En medio de este suministro habitual de nobles intenciones y tedio narrativo, en 2004 asomó la cabeza el director Bahman Ghobadi con la muy interesante Las tortugas también vuelan, superándose cinco años después con la estupenda Nadie sabe nada de gatos persas (imprescindible para los amantes del rock o la música popular). Ese mismo año, se estrenó A propósito de Elly (2009), y el nombre de Asghar Fahardi se hizo su hueco entre nuestras carteleras para quedarse a vivir con todo merecimiento gracias a su siguiente —y en mi opinión mejor— trabajo, Nader y Simin, una separación (2011), con la que se llevó a casa su primer Oscar. Después vino El pasado (2013), también excelente, y ahora, El viajante, una nueva demostración de cómo hacer girar toda una historia alrededor de una elipsis (y cómo trincar una estatuilla más para el aparador de la entrada o la vitrina del comedor).

Una pareja que se ve obligada a mudarse de piso porque el suyo se cae literalmente a pedazos, una antigua inquilina tan inquietante como escurridiza, y una representación de la obra Muerte de un viajante conforman el andamio de una trama en la que el misterio y los problemas se van colando por la rendija de una puerta semiabierta… Mejor no desvelar nada más.

Como suele suceder en todas sus películas, Fahardi controla minuciosamente cada detalle y cada paso que da su historia, consiguiendo dos primeros actos brillantes tanto en el aspecto dramático como en el manejo de la intriga. El tercero, que funciona casi como una pieza teatral aislada (lo de Arthur Miller no es mero capricho), es fundamental en su contenido, pero quizá esta un tanto alargado (diez minutillos de poda igual habrían venido bien). Aun así, se lo perdonamos, pues pocos directores arriesgan a la hora de resolver sus desenlaces, y esta es una película que desafía nuestras más férreas convicciones sobre la justicia y la venganza, en un final que puede lo mismo sorprender que desconcertar, y ahí reside su mérito.

Cine que brinca por encima de las fronteras culturales y que debería servir para destruir prejuicios, aunque entendamos que la sombra de Kiarostami y compañía es alargada y espesa. Qué le vamos a hacer.


Director: Asghar Fahardi
Guion: Asghar Fahardi
Intérpretes: Shahab Hoseini, Taraneh Alidoosti, Babak Karimi, Mina Sadati
País: Irán

jueves, 9 de marzo de 2017

Múltiple

Nadie en sus cabales







Hubo una época en que el nombre de M. Night Shyamalan era sinónimo de misterio, sorpresa y originalidad. A estas alturas no debe de quedar nadie sobre la faz del planeta que no sepa el final de El sexto sentido y que no haya oído o replicado la frase “En ocasiones veo muertos”, que se ha ganado un puesto de honor en el hit parade de los memes y los virales internautas.

Después de aquello, es verdad, el director de origen indio no fue capaz de repetir el bombazo, pero eso no quiere decir que las películas posteriores desmerecieran. Yo he sido de los que en su momento defendieron El protegido, Señales y El bosque, porque creo que eran obras singulares y estimulantes que, más allá de sus trucos y artificios, te mantenían con el culo pegado a la butaca y los ojos enganchados a la pantalla hasta el momento cumbre de quedarte con la boca abierta.

Luego el hombre perdió el oremus, y aunque la apreciable La visita (2015) parecía haberlo recuperado para el oficio del misterio, resultó ser un endeble espejismo, pues en Múltiple solo quedan destellos intermitentes de su habilidad para acercar la historia a un palmo del espectador, dosificar la aparición del objeto del miedo y sacarle provecho a lo que queda fuera del encuadre (como el Spielberg de Tiburón, con quien se le llegó a comparar en su día).

Da la impresión de que Shyamalan ha pretendido ir más allá del simple relato terrorífico y ser más profundo o complejo. No hacía falta. No está mal tener a Hitchccok o a Brian de Palma en mente mientras se filma, pero no es necesario cuando uno posee ya un estilo propio reconocido (aunque últimamente ande medio despistado) y que funciona. Ya puestos, este mismo tema lo abordó el director James Mangold en Identidad (2003), que no es ninguna obra maestra del cine pero sí del engaño trilero, lo que al menos se traduce en entretenimiento, que no es poca cosa.

El esfuerzo de James McAvoy para desdoblarse en las múltiples personalidades del protagonista es notable, pero al final llega a parecer incluso gratuito, y lo que debería dar miedo se queda a un paso de dar risa.

Lo más interesante, de hecho, no es la trama principal (el secuestro de unas adolescentes a cargo de un tarado), sino que termina siendo la subtrama narrada en flashbacks acerca de una de las chicas cautivas, una historia sórdida e inquietante que lo mismo habría dado para más... ¿Y si hubiera sido esa la película?


Director: M. Night Shyamalan
Guion: M. Night Shyamalan
Intérpretes: James McAvoy, Anya Taylor-Joy, Betty Buckley
País: Estados Unidos

martes, 7 de marzo de 2017

El guardián invisible

Sobredosis de atmósfera









Al thriller, más que originalidad o veracidad, se le pide sobre todo tensión… y atmósfera. Si una virtud destaca nada más echarle la vista a El guardián invisible es esa: su atmósfera, emparentada aunque sea de manera inconsciente con la de los misterios nórdicos tan de moda, lo que añade a este nuevo trabajo de Fernando González Molina la condición de producto cien por cien exportable (si aquí nos llegan Los casos del departamento Q o Reykjavik-Rotterdam, no hay razón para pensar que esta película no pueda ser disfrutada por espectadores del resto de Europa).

Lo mejor es que, aparte de ese envoltorio tan resultón hecho a base de lluvia, niebla y piedra, hay una trama criminal que funciona, que avanza sin detenerse y que, sin ser excesivamente sorprendente, mantiene el tipo ayudada por una subtrama familiar que al principio, es verdad, entra un poco a brochazos —esos recuerdos escabrosos de una madre cruel que deja a la de Norman Bates a la altura de Los Lunnis—, pero que termina encajando y añadiendo salsa picante al guiso.

Marta Etura siempre me ha parecido buena actriz, pero nunca hasta esta vez la había visto acarrear a cuestas con el peso de toda una película. Cumple bastante bien, ayudada por secundarios de los que rara vez fallan, como Francesc Orella, Ramón Barea, Pedro Casablanc o Elvira Mínguez.

Las flaquezas provienen del origen literario del guion, con unos diálogos a veces un pelín impostados y explicativos, y con unos elementos esotéricos que, me parece a mí, no terminan de cuajar —quedan como meros apuntes pintorescos—, incluidas esas llamadas de la inspectora a un antiguo colega estadounidense. Un material que, posiblemente, esté mejor gestionado en la novela original de Dolores Redondo.

Si vais de intelectuales underground, anti castizos, outsiders (que os conozco: una peli coreana inspirada en un tebeo porno-gore es lo más, pero una peli española de género que le puede gustar hasta a la vecina del cuarto, oh no, vade retro, que me quitan el carné de modelno), o cosas así, igual le sacáis mil defectos, pero creo que es una película más que digna para pasar un par de horas entretenido y enganchado a un misterio, aunque esta vez sea aquí cerca, en Navarra, y no en Estocolmo, ni en Los Ángeles.


Director: Fernando González Molina
Guion: Luiso Berdejo (sobre la novela de Dolores Redondo)
Intérpretes: Marta Etura, Elvira Mínguez, Francesc Orella
País: España

domingo, 5 de marzo de 2017

Manchester frente al mar

Sin perdón y con Oscar

























Decía Chéjov que era más fácil escribir sobre Sócrates que sobre una cocinera. Esta máxima literaria no suele aplicarse cuando se proponen o conceden premios a los actores de cine. Lo normal es que se destaque a quien se mete en la piel de un personaje célebre o histórico, o bien a quienes despliegan su mejor gama de histrionismos para dar vida a discapacitados, dementes, superdotados o psicópatas.

De vez en cuando, eso sí, atrae los méritos (y los premios) un papel como el de Casey Affleck en esta película de Kenneth Lonergan. El hermano pequeño de Ben es aquí un simple empleado de mantenimiento de una comunidad de vecinos, alguien acostumbrado a empalmar cables y desatascar retretes, un tipo al que la mierda (con perdón) no solo le salpica literalmente, pues poco a poco vamos a ir descubriendo, a partir de un hecho trágico del presente, un pasado con más ponzoña que los baños de una estación de autobuses.

Es una historia triste y aun trágica, desde luego, pero la vemos a través de un personaje tan atormentado como taciturno, reservado y torpe en el plano sentimental. Con ello, Lonergan evitar llevar la narración al terreno vehemente y patético del culebrón, y, muy al contrario, compone una trama en la que uno alcanza los picos emocionales sin tener que pararse a tomar aliento. Es más, hasta se permite sin que llegue a chirriar la introducción de escasos momentos en los que uno se sorprende esbozando una sonrisa en medio de tanta desgracia y dificultad, un poco al modo de las mejores películas de Alexander Payne (Entre copas, A propósito de Schmidt, Los descendientes), aunque, por supuesto, sin llegar a entrar nunca en el ámbito de la comedia.

Todo es creíble, sin imposturas ni interpretaciones maniqueas. Los actores, sobresalientes. La dosificación de la información es perfecta, y hasta el uso de los flashbacks es ejemplar en su función de retroceder en el tiempo para avanzar en la historia.

Una película que devuelve la dignidad a una etiqueta, la del cine indie, que se había convertido en una caricatura rutinaria de sí misma.





Director: Kenneth Lonergan
Guion: Kenneth Lonergan
Intérpretes: Casey Affleck, Lucas Hedges, Michelle Williams, Kyle Chandler
País: Estados Unidos

jueves, 2 de marzo de 2017

Toni Erdmann

Mientras haces otra cosa






Por lo que me cuentan y lo que he leído por ahí, me parece que soy el único que no ha quedado fascinado con esta comedia alemana a la que no dejan de lloverle premios y estrellas de la crítica; una película de incuestionable valor artístico pero, en mi opinión, resultados irregulares.

Todo gira en torno a un padre cachondo y ocioso que quiere devolverle la humanidad a su hija, mostrarle antes de que sea demasiado tarde aquello de que “la vida es lo que ocurre mientras haces otras cosas”.

El primer tercio de la historia transcurre bajo este enfoque, y funciona muy bien al retratar con sencillez y cierto vitriolo a este mundo actual en el que se censurar los integrismos religiosos mientras, por otro lado, se vive bajo el poder asfixiante del fundamentalismo corporativo: un mundo de externalizaciones y deslocalizaciones, de esclavos del trabajo y de adictos a la filosofía de las multinacionales, que inculcan mensajes que a menudo parecen extraídos del manual de una secta.

El caso es que hay que llenar ciento sesenta minutos (¡160!), y aunque en todo este trayecto te encuentras con momentos divertidos y de sorprendente desmadre surrealista (la escena sexual en el hotel, el primer encuentro con el directivo norteamericano, la fiesta de cumpleaños…), echo en falta dos de los factores que considero clave para una comedia, por encima del sentido del humor: ritmo y complicidad. No sé, a lo mejor es que soy más mediterráneo de lo que pensaba, o es que quizá existe un humor típicamente teutón y no lo sabía. Sea como fuere, Toni Erdmann es más absurda que graciosa, y, de hecho, me convence más su intención dramática que su vis cómica.

Mención aparte para los protagonistas, Peter Simonischek y Sandra Hüller, que componen un dúo magistral y abarcan casi todos los registros posibles de la interpretación, incluido el musical.

Puede que con una hora menos de metraje hubiera disfrutado más. No obstante, si vuestra vejiga aguanta y hacéis caso a la mayoría, no os la deberíais perder.



Directora: Maren Ade
Guion: Maren Ade
Intérpretes: Peter Simonischek, Sandra Hüller
País: Alemania