jueves, 29 de junio de 2017

Pieles

Incómodo capricho






Habría que empezar advirtiendo al respetable de que Pieles es la típica obra propia de festivales y circuitos exclusivos, y también un ejemplo más de necesidad de reivindicación de un actor que quiere redimirse de su condena al encasillamiento televisivo demostrando inquietudes y asumiendo riesgos artísticos que mezclan el atrevimiento genuino con el afán gratuito de provocación.

No es, por tanto, una película de tarde dominical con palomitas y evasión lúdica. Imagino que su escasa y a la vez precisa distribución en la cartelera ya es suficiente pista, pero por si acaso alguno anda desorientado, dicho queda.

Como sucede en tantos otros debuts autóctonos, el filme de Casanova parece por momentos un cortometraje hinchado (77 minutos, y podrían ser incluso menos), un puzle en el que las piezas conceptuales ligan mejor que las puramente narrativas, y en el que uno, mientras trata de armarlo, puede entretenerse igualmente detectando ecos y guiños (algunos de ellos involuntarios; no lo descarto): Almodóvar en la estética de la puesta en escena y la afectación dialéctica; un poco de la escatología kitsch de John Waters, y hasta una pizca de David Lynch en la atmósfera semi onírica de los episodios del burdel. Es verdad que los monstruos de feria de Tod Browning (la referencia que debería mandar sobre las demás) quedan lejos, y tampoco Pieles alcanza la notable fusión entre estilo y provocación que sí logró Paco León en Kiki, el amor se hace (2016).

No cuesta deducir que entre las intenciones de Casanova figuraba en un lugar predilecto la de regalarles momentos de lucimiento a algunos sus colegas de profesión. Para ello, ha dividido el reparto entre personajes desfigurados o incómodos de ver (donde destacan Candela Peña y Macarena Gómez) y otros de fachada convencional pero retorcidos en lo íntimo (como los de Secun de la Rosa, Itziar Castro, Joaquín Climent o Enrique Martínez, que, quizá paradójicamente, terminan resultando los más interesantes).

Transgredir no es fácil. Hacerlo echando mano del morbo y de los tabúes asociados a la sexualidad y la belleza no supone novedad alguna en este siglo nuestro, y aun así, con todas sus imperfecciones y deslices propios del amateurismo, la película tiene momentos destacables, y —como, sin ir más lejos, le sucedió a su productor, Álex de la Iglesia— es una opera prima de las que dejan entrever posibilidades suculentas de cara al futuro.



Director: Eduardo Casanova
Guion: Eduardo Casanova
Intérpretes: Macarena Gómez, Ana Polvorosa, Candela Peña, Secun de la Rosa, Itziar Castro, Jon Kortajarena, Carmen Machi, Joaquín Climent, Enrique Martínez
País: España

martes, 20 de junio de 2017

El caso Sloane

Sorkin contra Colt






A veces se me olvida por qué no me interesa la política. Por qué me aburre tanto y me da esa pereza inmensa. Por qué me asquea y me espanta. No hablo —obvio— de leer a Maquiavelo, a Platón, a Marx o a Voltaire. Me refiero al seguimiento de la competición entre los partidos que aspiran a la conquista de la Moncloa o de su terruño patriótico, a esa actualidad cansina y tendenciosa que embadurna de corruptelas y exabruptos las páginas de los periódicos y las pantallas de televisión. Esa eterna martingala que provoca, por ejemplo, que un truñardo majestuoso como Pàtria (Joan Frank Charansonnet, 2017) se cuele con cierta holgura en una cartelera siempre abigarrada y por lo normal restringida, y desencadene además oleadas reivindicativas (con un uso torticero de la palabra “épica”) de un público al que el cine le importa medio carajo.

Por suerte quedan películas que muestran la realidad política con ingenio y sin insultar la inteligencia del espectador, como la comentada aquí hace una semana, Norman, el hombre que lo conseguía todo (Joseph Cedar, 2016), o la que hoy nos ocupa, El caso Sloane, la última obra de John Madden, un director de demostrada solvencia al que quizá le pesó en exceso el sobredimensionado reconocimiento de Shakespeare in love (1998).

Y sí, la política es la sustancia dramática principal de esta película, que no obstante opta por los recursos clásicos de la intriga judicial para que la trama vaya avanzando a golpe de falsa apariencia y giro inesperado hasta el mismísimo y tautológico final.

La Sloane del título —una Jessica Chastain en su oscarizable salsa— se gana los cuartos como lobista, esto es, asesora de grupos de influencia, un rol alejado de los menesterosos abogados de oficio o los gacetilleros idealistas en busca de Watergates que suelen protagonizar este tipo de historias. Primer tanto, pues, para Madden y su guionista Perera: la heroína es, de entrada, un personaje más bien antipático, una profesional ambiciosa y no siempre buena compañera, una trepa que vive solo para medrar y ganar, sin una familia a la que abrazar cada noche a la vuelta del trabajo para ablandar el corazón del espectador medio (lejos de ello, los exiguos resquicios de vida privada que se puede permitir, los llena a base de maromos de alquiler).

Pero sucede que un día le proponen poner su eficiencia al servicio de fulanos que sueltan perlas como “Dios creó a los hombres, y Samuel Colt los hizo iguales”, y a partir de aquí, si no nuestra simpatía, la temeraria y resuelta Sloane se gana al menos nuestra empatía. Es decir, que asume bajar unos cuantos peldaños para pasarse a la modesta competencia y convertirse en contrincante de Goliat, con un par de ovarios.

Contra la munición de los revólveres y las soflamas reaccionarias, Perera arma su guion con ráfagas de diálogos cínicos y vitriólicos (la sombra del venerado Aaron Sorkin es alargada), y de paso nos recuerda que en Texas son ilegales los consoladores, pero cualquiera puede adquirir un fusil en el Carrefour de turno igual que un paquete de macarrones; o bien que mucha gente acepta tener que esperar hasta seis meses para el resultado de una radiografía, pero se pone muy nerviosa si los controles de seguridad demoran un par de días la entrega de su pistola, su escopeta, su metralleta o su trabuco.

Siempre que sale a colación este tema me acuerdo de una escena de la película El escándalo de Larry Flynt (Milos Forman, 1996), en la que el señor del título, magnate del negocio de la pornografía, le contaba a su público durante una conferencia algo más o menos parecido a esto: matar es ilegal; si matas a alguien vas a la cárcel o eres ejecutado. Pero si fotografías un asesinato, es más que probable que esa foto vaya en portada de una revista y hasta puedan darte un premio Pulitzer por ella. El sexo es legal. Todo el mundo lo practica en su casa y nadie va a la cárcel por ello. Pero si publicas en tu revista una foto de un desnudo o de alguien practicando sexo te denunciarán, o te multarán, o puede que vayas incluso a la cárcel.


Director: John Madden
Guion: Jonathan Perera
Intérpretes: Jessica Chastain, Mark Strong, Gugu Mbatha-Raw, Michael Stuhlbarg, John Lithgow, Jake Lacy, Sam Waterston
País: Estados Unidos

jueves, 15 de junio de 2017

Norman, el hombre que lo conseguía todo

El precio del humo






Nos encanta decir “Conozco a Fulano” o “Mengano es amigo mío”, presumir de confianza con personas influyentes y poderosas, dar la impresión ante nuestros prosaicos seres cercanos de que podemos ser el eslabón que los conectaría con un universo de inimaginables favores o prebendas. Los políticos no están exentos de esta debilidad; lejos de eso, la ejemplifican en su máxima expresión, y así nos va de chungo a los ciudadanos y de bien a los telediarios.

El director Joseph Cedar retrata certeramente este mundo de falsas amistades e intereses monetarios disfrazados de camaradería viril, apoyado en la carismática figura de Richard Gere, actor que con los años ha sabido despojarse de la piel de galán para subir escalones interpretativos, y que compone aquí a una mezcla de pícaro, perdedor, trapisonda, vendedor de humo y abuelo (o tío abuelo) entrañable que posee los ingredientes básicos para que lo veamos el próximo marzo pisando la alfombra roja de los premios.

Norman, el hombre que lo conseguía todo se presenta con la clásica estructura poliédrica que enreda subtramas y personajes secundarios sin que, hasta pasado un tercio más o menos del metraje, uno termine de saber cuál de todos ellos es el principal o central. Como en todo rompecabezas, a medida que vamos uniendo piezas se nos va revelando también más clara la imagen, y poco a poco descubrimos que no hay apenas nada gratuito ni accesorio en un guion bien urdido y mejor rematado.

Es una película que va de menos a más, de lo agridulce a lo amargo, que comienza como una fábula irónica sobre los chanchullos del poder y que se oscurece progresivamente hasta profundizar en el drama individual, lo cual — cuidado con confundirse— no significa que rebaje su ambición, sino todo lo contrario.

Desde luego que Norman, el hombre que lo conseguía todo habla de política y de religión, pero que nadie se asuste. En esta historia importan tanto unos zapatos o unos cacahuetes como el conflicto palestino-israelí o las convulsiones de Wall Street. Dicho así puede sonar raro, pero la mezcla termina funcionando con resultados más que notables. 




Director: Joseph Cedar
Guion: Joseph Cedar
Intérpretes: Richard Gere, Lior Ashkenazi, Michael Sheen, Steve Buscemi, Charlotte Gainsbourg
País: Estados Unidos


miércoles, 7 de junio de 2017

Maravillosa familia de Tokio

Abuelo made in Japan







Que sí, que está de moda, lo japonés, el sushi, Murakami, el manga; que aunque aquí seguimos llamando “chino” a cualquiera que tenga los ojos como dos puñaladas en un tomate, todavía hay clases, y lo chino de verdad, lo de China, es cutre, mientras que lo nipón es cool. Cosas de la moda.

En el cine la cosa viene de largo. Por su condición minoritaria en una cartelera dominada por los grandes estudios de Hollywood, y también, supongo, por la distinción que siempre da lo exótico, ver una película japonesa siempre ha sumado puntos en la liga del postureo cinéfilo. Y, ojo, que aquí puede estar la trampa.

Porque Maravillosa familia de Tokio —y palabra que lo digo en serio— es como una película de Paco Martínez Soria adaptada a la corrección política contemporánea. Y —aclaro también— esto no es necesariamente un insulto. Es solo que si nos dejamos llevar por los clichés de turno —cine de autor, cine minimalista, cine oriental, etcétera— nos veremos obligados a ensalzar aspectos que, en otra obra igual, pero producida en Occidente, nos servirían para denostarla por mediocre, rutinaria, anodina y acomodada.

Ni un extremo ni el otro. Yôji Yamada parece tener en mente tanto a su maestro Ozu como a su coetáneo Woody Allen, pero termina estancado en un terreno intermedio en el que no opta ni por el melodrama sutil ni por la comedia incisiva. La alusión a Martínez Soria no es gratuita; estamos ante lo que podría ser la otra cara de esa vieja peseta: en vez un abuelo tradicional que irrumpe en un núcleo familiar despendolado y libertino para restablecer el orden sagrado y las buenas costumbres, aquí es la abuela quien se lía el kimono a la cabeza y pone en evidencia a sus desastrosos hijos y al carcamal que tiene por marido. Serán ellos los encargados de intentar reconstruir las piezas desmontadas.

El punto de partida —la petición de divorcio de la abuela como regalo de cumpleaños— promete vitriolo y transgresión, pero en lugar de eso queda una comedia amable, con alguna situación de notable humor absurdo, y que deriva hacia una resolución más bien conservadora sobre los valores familiares y los roles ancestrales de la pareja; algo que, como he mencionado más arriba, no le perdonaríamos a una película de aquí, si bien —cosas del esnobismo— parece ser que cuando proviene de husos horarios remotos, tanto la crítica como la cinefilia gourmet acostumbran a cambiar la guadaña por el cuchillo romo de la mantequilla.



Director: Yôji Yamada
Guion: Yôji Yamada, Emiko Hiramatsu
Intérpretes: Satoshi Tsumabuki, Yû Aoi, Yui Natsukawa, Kazuko Yoshiyuki
País: Japón

jueves, 1 de junio de 2017

Déjame salir

Adivina quién sale vivo esta noche





Una sorpresa, y de las buenas. Una lección de cómo meterte el canguelo en el cuerpo durante una hora y pico sin que sepas realmente qué está pasando hasta el mismísimo final. Mejor dicho: sabes que algo ocurre y que algo aún peor va a ocurrir, pero no sabes qué es ni por qué. Es fácil escribirlo (a mí me ha costado apenas tres líneas), pero ponerlo en práctica y proyectarlo en una pantalla está solo al alcance de unos pocos.

Como Polanski en la memorable La semilla del diablo (1968), el debutante Jordan Peele arma una atmósfera inquietante y un punto morbosa valiéndose de un escenario casi único y de una reunión social. Si se hace bien, no es necesario nada más. De hecho, dos de las mejores películas que vi el año pasado fueron El regalo (Joel Edgerton, 2016) y La invitación (Karyn Kusama, 2015), parecidas a Déjame Salir en su concepción de la intriga como un juego de estrategia para el que se requieren paciencia y neuronas, y en las antípodas, pues, de la tendencia excesiva a llevar al límite el botón del volumen y marear al espectador con revoltijos demoniacos y semi oníricos.

Ya sé que soy pesado con esto y que siempre digo lo mismo, pero, por favor, id a verla sin informaros, sin ver trailers ni leer reseñas infectadas de spoilers.

Adelanto lo mínimo que se puede contar: el protagonista es un chico negro que se enfrenta al trago de ser presentado a su familia política, la cual desconoce su peculiaridad racial, hecho que le preocupa por mucho que su novia insista en que el padre “habría votado a Obama una tercera vez si hubiera podido”. En plena convulsión mediática por las mamarrachadas racistas de Trump, no cabe concebir una película más oportuna. Peele no renuncia nunca a los ingredientes imprescindibles del thriller, pero se las apaña para que su historia adquiera una dimensión mucho más profunda y satírica sin sacrificar por ello el entretenimiento.

Ya está. A partir de aquí, preparaos para asistir a un juego de sospechas y rarezas manejado con temple y sutileza, sazonado con gotas de humor negro esporádico, y más que sobrado para crear el clima de intriga necesario y (aquí el mérito principal) mantenerlo durante 90 minutos, tiempo en el que a uno le da para pensar de todo. En el último cuarto de hora se destapa todo el tinglado y Peele nos regala un fin de fiesta para relamerse, si es que acaso alguien se había quedado con hambre. 

  

Director: Jordan Peele
Guion: Jordan Peele
Intérpretes: Daniel Kaluuya, Allison Williams, Catherine Keener, Bradley Whitford
País: Estados Unidos