miércoles, 29 de noviembre de 2017

La batalla de los sexos

Respeto con sonrisa






La actualidad informativa provoca a veces interferencias como zancadillas de elefante en cualquier ámbito de la vida, desde la conversación de cada día durante el café mañanero hasta el argumento de la ficción que utilizamos para evadirnos precisamente de dicha realidad.

Espero que esos sucesos execrables y comprensiblemente acaparadores de portadas y titulares (manadas de cafres miserables, matarifes de cuarto de estar, parricidas de aliento etílico y corazón podrido…) no lleguen a enturbiar la interpretación o las ganas de ver una película como La batalla de los sexos, que es, al fin y al cabo, una comedia.

Los famosos directores de la divertida y aspirante a clásico Pequeña Miss Sunshine (2006) reproducen esta vez el desafío que el tenista retirado Bobby Riggs le lanzó a la por entonces candidata a número uno Billie Jean King, materializado en un partido celebrado en 1973 y que pasaría a la historia por su simbolismo social más que por su naturaleza deportiva. ¿Podía una tenista vencer a un tenista, aunque fuera ya un jubilado como Riggs?

El planteamiento de la apuesta es ya en sí mismo discutible y en buena medida ofensivo, pero después de ver al tal Riggs escupir joyas dialécticas como “A mí me encantan las mujeres… en la cocina y en la cama”, no hace falta mucho esfuerzo para convertirse en hooligan del bando contrario y contar los días, las horas y los minutos para que empiece el partido.

Es verdad que la película ilustra el asunto con más elegancia que vitriolo, pero eso tampoco es sinónimo de frivolidad, y menos aún de insensibilidad. Como comedia no termina de estallar, y tampoco quiere cargar demasiado el saco del drama, pero la historia, aparte de verídica (que con eso ya gana predisposición) es tan pintoresca y aplicable a la actualidad que no solo se deja ver, sino que casi te obliga a que la veas y la digieras.

Una digestión que, por ejemplo, nos debería recordar que mantener una rivalidad fortalece al que discrimina más que al que pelea por sus derechos. El propio concepto de batalla de sexos viene de algún modo a dar la razón al que sostiene que ambos géneros son opuestos y están por tanto abocados al enfrentamiento. La clave de todo está quizá en una frase que dice Billie Jean King tras una pregunta de la prensa: “No queremos ser mejores, solo pedimos respeto”.

Me temo que se nos ha olvidado que esa es o debería ser la base del feminismo. Que no es el lado opuesto del machismo, sino su vacuna. El feminismo no es reclamar que las mujeres son superiores a los hombres (eso sería replicarlo, no combatirlo), sino exigir la igualdad de oportunidades, de derechos, de sueldos, de trato personal, de consideración general.

Tampoco está mal recordar que el machismo no solo lo ejercen y fomentan los hombres, y que quizá el hueso más duro de roer en esta merienda de fieras es el de las mujeres que prolongan los tics y comportamientos que por otro lado se quieren eliminar (hay un personaje que lo representa en la película, y creo que es también un acierto).

Rebelarse ante atrocidades como la de la manada se San Fermín no es competencia exclusiva del feminismo; es justicia, nos compete a todos, hombres y mujeres. Mientras tanto, tenemos derecho a distraernos con obras como esta, tal vez no muy brillante, pero sí entretenida y equilibrada, que ya quisieran muchos.



Director: Jonathan Dayton y Valerie Faris
Guion: Simon Beaufoy
Intérpretes: Emma Stone, Steve Carell, Andrea Riseborough, Bill Pullman
País: Estados Unidos

jueves, 23 de noviembre de 2017

La gran enfermedad del amor

Ciencia inexacta






El productor de esta película, Judd Apatow, es uno de los nombres más reconocidos —y puede que una pizca sobrevalorados— de la comedia cinematográfica norteamericana en los últimos años. La gran enfermedad del amor se inspira en una historia real, pero tiene unos cuantos puntos en común —cómico monologuista, historia de amor, enfermedad repentina e insidiosa— con Hazme reír (2009), en mi opinión la mejor película de Apatow como director.

Kumail Nanjiani protagoniza y escribe (junto a su compañera de aventuras en la vida real) esta versión filmada de su propia experiencia personal: la ocurrencia de enamorarse de Emily, una chica blanca que no encaja con la mentalidad y los planes que su familia musulmana recalcitrante tiene previstos para su futuro.

La película avanza sin estridencias ni atropellos, dosificando con acierto las raciones de comedia (más en los diálogos que en las situaciones), de modo que cuando aparecen los episodios dramáticos los podamos enfrentar con la debida seriedad.

También posee en su estructura algo muy apatowiano (valga el neologismo, por una vez y sin que se convierta en vicio), aquello de que a media película la trama tome un desvío hasta casi transformarse en una historia diferente. Esto, por supuesto, no nos saca del todo de lo que habíamos estado viendo hasta entonces, si bien durante unos minutos podría temerse lo peor (oh, cielos, otra presunta comedia que me cuela el melodrama con calzador de púas y sin anestesia). No os quepa duda de que en manos de un sádico telefilmero al uso, esta historia habría sido carne de sobremesa dominical kleenex en ristre.

La gran enfermedad del amor es una comedia romántica, sin paliativos, pero con la virtud de proponer fórmulas que en algunos momentos se alejan de las acostumbradas, tanto en el atrevimiento de introducir el humor cuando el contexto parece pedir lo contrario como en la resolución de ciertos conflictos dramáticos que no por familiares deberían ser siempre previsibles.

Sencilla y amena, aunque más profunda que la mayor parte de lo que nos suele ofrecer este género tan trillado. Más allá de que la historia real sea de esas que calificaríamos “de película”, Showalter, Nanjiani y Gordon nos advierten entre líneas de algo que el cine romántico suele encubrir con edulcoradas falacias: que el amor no es una ciencia exacta y que estar enamorado no te hace siempre simpático o aceptable a ciertos ojos ajenos.



Director: Michael Showalter
Guion: Emily V. Gordon, Kumail Nanjiani
Intérpretes: Kumail Nanjiani, Zoe Kasdan, Holly Hunter, Ray Romano
País: Estados Unidos

viernes, 17 de noviembre de 2017

A ghost story

Castigo eterno






Se ve que el otoño me ha pillado con las reservas líricas al mínimo, porque no soy capaz de verle el arte a tanto poeta disperso por la cartelera.

Después de chapotear en los versos farragosos de Madre! y de sobrevivir despierto al sopor naturalista de Verano 1993, me venden A ghost story como un trabajo (entrecomillo lo siguiente porque son píldoras literales de lo que se puede leer por ahí) “poético”, “inquietante”, “atrevido”, “provocador”, “extraño”, “hipnóticamente fascinante”, y asimismo como una experiencia cinematográfica “singularmente extraña”, “intrépida”, “apasionante”, “preciosa”…

A ver si lo explico como si estuviéramos charlando en un bar (que al fin y al cabo, eso es un ambigú): cuando en una retransmisión de fútbol escuchamos al comentarista decir que “está siendo un partido muy táctico”, cualquiera sabe que hay que traducirlo como “está siendo un solemne pestiño”. El típico empate a cero de centrocampismo enquistado y sin ocasiones de gol que entusiasma a los amantes de la pizarra y la estrategia, pero que aburre hasta la desesperación a los espectadores.

Es decir, si a uno lo que le interesa de forma exclusiva son los aspectos técnicos —el encuadre, la fotografía, el formato, el montaje—, tal vez se deshaga de gusto contemplando esta obra afectada, manierista y artificiosamente minimalista, rodada en pantalla cuadrada tipo diapositiva (¿alarde vintage?, ¿esnobismo puro?) y en la que los desaprovechadísimos actores se esfuerzan por ganarse el sueldo casi lo mismo que los muebles.

O imaginemos que de una novela solo tenemos en cuenta la gramática, el tipo de letra, el formato de página, el grosor del papel, el color de la tinta, la foto de la portada… ¿La historia? Menuda ordinariez.

Y no es que no hubiera materia prima. Puedo entender el enfoque que Lowery le quiere dar a su película de fantasmas, lo de rescatarla de los clichés del cine de terror convencional y todo eso. Pero no me explico por qué sigue habiendo tanto director empeñado en creer que el tedio y la languidez son la mejor manera de reflejar la delicadeza y la sensibilidad. A ghost story resulta, en el mejor de los casos, un videoclip aburrido, el enésimo cortometraje alargado y el penúltimo ejemplo de autor que muere víctima de su propia metáfora.

Pues eso. Que de contar algo, menos que poco, y apenas con cuatro palabras medio susurradas y un par de subtítulos perezosos (¿no éramos poetas?; pues a esforzarse, hombre). Para mayor despropósito, el parlamento más largo —que tarda una hora en llegar— suena a explicación innecesaria, a incongruencia e impostura, a inseguridad o pereza, a desconfianza del autor respecto a su propia elección narrativa (insisto: ¿no somos poetas?, ¿no dominamos el arte de la sugerencia?).

Eso es lo de menos, obviamente; que no se hable, o que se gaste poca saliva. Tampoco había diálogos sonoros en The artist (Michel Hazanavicius, 2011) o Blancanieves (Pablo Berger, 2012), y bien que funcionaban y llegaban hasta el tuétano. La ausencia casi total de palabras en esta película no es más que otra consecuencia de su grandilocuente abulia.

Si os apetece, por ejemplo, emplear 5 minutos y medio de vuestra vida en mirar cómo una actriz se come una tarta (es literal, lo prometo: casi seis minutos, y eso en una pantalla de cine es acariciar la eternidad), pues nada, adelante mis valientes. Yo ya he tenido bastante.



Director: David Lowery
Guion: David Lowery
Intérpretes: Rooney Mara, Casey Affleck
País: Estados Unidos

martes, 14 de noviembre de 2017

El secreto de Marrowbone

Más de un secreto






Pese a su incontestable idilio con la taquilla, el nombre de J. A. Bayona no es precisamente un reclamo irresistible para mi instinto filmófilo. Sus películas me parecen melodramas convencionales disfrazados de terror, aventura o fantasía. Eso que antes se llamaba gato por liebre (o como cuando pides un sobao pasiego y te traen una cupcake).

Así que me asomo con reticencia a esta producción bendecida por el autor de El orfanato, Lo imposible y Un monstruo viene a verme, dirigida por su guionista habitual, y que termina resultando más sórdida e intrigante de lo previsto, cosa que agradezco.

Por enésima vez, nos reencontramos con esa manía que tienen los personajes de las películas de miedo de irse a vivir al quinto churro, lejos del mundo civilizado de los enchufes y las farmacias de guardia. En este caso quizá con más justificación, pues la familia protagonista —madre y cuatro vástagos— parece huir de la amenaza de un padre violento. El problema es que, como en cualquier caserón abandonado que se precie, tras la mugre y el papel pintado rococó habita un terrible secreto… Bueno, de hecho hay más de un secreto, y su impacto dependerá del número de películas que uno lleve en el buche. En Ambugú García hemos visto demasiadas, pero a un espectador menos prolífico o glotón puede quedarle aún resquicio para la sorpresa.

Ayuda el envoltorio, más que aparente; un estilo atractivo a los ojos, buena ambientación, fachada hollywoodiense, fotografía de primera división, todo tan cuidado que a veces parece que importe más la carcasa que las entrañas.

Así, el miedo sugerido o fuera de plano funciona mejor que el visible. Ese padre mencionado que nunca vemos del todo es el mejor elemento de terror, pues los sustos, aparte de contados, vienen cantados.

Más que entrar en una casa encantada, El secreto de Marrowbone se parece a ir al psicoanalista con la defensa baja, y aunque es imposible no acordarse en ciertos momentos de Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) o El orfanato (J.A. Bayona, 2007), esta opera prima de Sergio G. Sánchez aguanta por sí sola la prueba de fuego de la tarde del domingo o el día del espectador. No es poca cosa.



Director: Sergio G. Sánchez
Guion: Sergio G. Sánchez
Intérpretes: George MacKay, Mia Goth, Charlie Heaton, Anya Taylor-Joy
País: España

martes, 7 de noviembre de 2017

Madre!

La madre que parió al artista






Que todavía hoy se tenga que promocionar una película con el adjetivo “provocativa” no dice mucho de nuestra evolución como sociedad, para qué engañarnos.

Aunque el envoltorio sea más lujoso y pretencioso, el reclamo utilizado para cautivar al público por ciertas obras (desde 9 semanas y media hasta 50 sombras de Grey) es idéntico al que arrastraba a nuestros carpetovetónicos abuelos hasta Perpignan, para ver películas cuyos títulos (de bufa rima consonante) y guiones (plagados de sonrojantes dobles sentidos inspirados en la fontanería y las manualidades) parecían el resultado de una congregación de universitarios que se han fumado una clase y se han bebido una garrafa de calimocho. Una experiencia que en muchos casos se recompensaba con la pírrica limosna de un pezón en 2 dimensiones.

Algo por el estilo parecía prometer la publicidad de Madre!, y, visto lo visto, ojalá hubiera sido eso. Pocas cosas me dan más miedo que un director de cine queriendo ser poeta… y Darren Aronofsky es un reincidente habitual. No digo yo que un poco de trascendencia de vez en cuando no venga mal — no todo en la vida va a ser frivolidad y jolgorio—; distinto es cuando se te va la mano con la dosis y ocurren cosas como que la gente en el cine se ría cuando se supone que lo que estás viendo es trágico y profundo. Traspasar la frontera de la máxima intensidad implica adentrarse en el territorio de la comedia involuntaria (mejor que nadie lo saben los creadores de culebrones).

La película puede verse como una metáfora de la creación artística que toma como referencia el acto biológico del parto. A partir de aquí, que cada cual personalice la receta con los ingredientes que se le ofrecen, unos más evidentes que otros: la maternidad y la inspiración, la gestación de la idea creativa como un embarazo, la intención de equiparar la creación de una obra de arte al fenómeno de generar una nueva vida, la necesidad de que unas vidas se extingan para que surjan otras, la imposibilidad de llevar lo que se conoce como una vida normal (familia, matrimonio, paternidad) cuando se vive entregado al arte, que termina contaminándolo todo… El arte en sí mismo, y el ego del artista, claro está: si el creador destruye su vida íntima, ahí están también los fans, con su fetichismo enfermizo y su devoción loca, irresistible, la tentación de rendirse a la admiración y la adulación, el amor entendido como el placer de que otro te adore… Hay tantas interpretaciones que uno no sabe si quedarse con alguna o quedarse directamente pasmado.

Quizá la clave quiera estar en una frase que el personaje que encarna Javier Bardem le confiesa a su mujer tras haber hablado con algunos de sus admiradores: “Todos han entendido mi obra; cada uno de una manera distinta, pero todas son válidas”. Buen intento, señor Aronofsky, pero también me suena a la típica excusa del egocéntrico ensimismado, del que aspira a la incomprensión como cima de su distinción intelectual.

Otra posible explicación sería la derivada de un análisis clínico; es decir, como el control anti dopaje que les hacen a los deportistas. Persiste el mito —un poco infantil, en mi opinión— de que las drogas pueden proporcionar de manera artificial el talento que uno no tendría nunca de forma natural. No sé si Darren Aronofsky se mete algo o si solo toma rooibos y pastillas Juanola, pero la mayoría de sus películas parecen criaturas surgidas de un delirio politoxicómano. Madre! debería ser como una pastilla que te tomas y te provoca un montón de sensaciones estimulantes, pero resulta ser como el efecto secundario de haberte tomado un montón de pastillas que no deberías haber mezclado.

Quedaba la esperanza de los actores, pero el director se las apaña para contagiar su delirio y convertir un contrastado reparto en una caterva de intérpretes histriónicos (llama la atención en especial el caso de Ed Harris, que hasta ahora tenía en la sobriedad su mayor virtud).

La película idónea para tirarse el pisto en una tertulia cultureta, aunque el peaje —aviso— son dos horas y pico de onanismo nivel barracón de reclutas. Ojo, que salpican neuronas con gafas de pasta.



Director: Darren Aronofsky
Guion: Darren Aronofsky
Intérpretes: Jennifer Lawrence, Javier Bardem, Ed Harris, Michelle Pfeiffer
País: Estados Unidos