miércoles, 24 de mayo de 2017

Alien. Covenant

El bicho inmortal







Siempre he sostenido que, cuando Ridley Scott filmó sus dos obras maestras y señeras —Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982)—, su máxima intención era regalarle al público un gran entretenimiento, cine de género de primera calidad. Ocurrió, sin embargo, que ambas películas pasaron a ser “de culto”, y entonces la cinefilia ceñuda y pretenciosa se vio en la obligación de reivindicarlas como cine de autor profundo y selecto.

Pero Scott siguió a lo suyo, y continuó cultivando su talento sin dejar de echarle el ojo al patio de butacas (Black rain, Thelma y Louise, Gladiator, Hannibal, American Gangster, Marte (The Martian)…), cosa que un servidor ha agradecido siempre, aunque muchos de los que lo veneraron en su día fueran desinflando su entusiasmo hasta perder del todo la fe en el director británico.

De un tiempo para acá, además, se ha impuesto que el cine de ciencia ficción abandone lo lúdico y se centre en lo filosófico, que plantee las grandes preguntas del ser humano y rescate el espíritu ambicioso —y pedante— de las obras de Kubrick y Tarkovsky. Nombres como Christopher Nolan (Origen, Interstellar) o Denis Villeneuve (Enemy, La llegada) abanderan esta nueva corriente (no por capricho, Villeneuve fue el elegido para dirigir la inminente secuela de Blade Runner).

Las secuelas de Alien fueron encargadas a directores talentosos (Cameron, Fincher, Jeunet) que resolvieron la papeleta con sobrada solvencia, pero en 2012 Scott tomó de nuevo las riendas (como hiciera Lucas con sus Galaxias) para hacerse cargo de Prometheus, primera de las tres precuelas que desembocan cronológicamente en la original Alien, el octavo pasajero. Y como exigía la tendencia en boga, añadió a su historia la cantidad suficiente de digresión filosófica, dilema existencial y arcanos cuánticos como para que los más tiquismiquis no pudieran acusarle de pirotécnico y mercachifle.

Más de lo mismo encontramos en Alien. Covenant, cuyos puntos débiles son precisamente sus parones rítmicos en aras de una profundidad que tal vez no necesita. Lo mejor, como siempre, aparece cuando la película recupera su alma genuina, cuando se centra en recordarnos que estamos ante el mejor híbrido de terror y ciencia ficción de la historia del cine (con permiso de los fieles de Carpenter, que ya sé que sois muchos), cuando vemos surgir al bicho de las entrañas de algún humano desgraciado y sentimos su amenaza correteando por los claustrofóbicos pasillos de una nave espacial.

Michael Fassbender es muy bueno, y le va perfecto a la ambigüedad inquietante de su personaje, pero se echa de menos un digno sucesor del rol de la teniente Ripley, hasta el punto de que a veces da la impresión de que el casting se ha esforzado más en los cameos (James Franco, Guy Pierce) que en el reparto principal.

Para los fans de Alien de toda la vida es una cita obligada y creo que satisfactoria pese a sus ciertos altibajos. Para los neófitos —si es que aún queda alguno—, recomiendo con urgencia el visionado de la película de 1979. Como ya mencioné el día que tocó hablar de Life (David Espinosa, 2017), comprobarán lo bien que envejecen algunas películas y por qué se han ganado con merecimiento la etiqueta de clásicas.


Director: Ridley Scott
Guion: John Logan, Dante Harper
Intérpretes: Michael Fassbender, Katherine Waterston, Billy Crudup, Demián Bichir
País: Estados Unidos

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