Confieso
que con el cine de gangsters tiendo a
ser condescendiente y permisivo, principalmente por dos razones: la primera,
pura debilidad personal; la segunda, porque existiendo dos tótems como la saga El
Padrino (Francis Ford Coppola, 1972, 1974 y 1990) y el tándem Uno
de los nuestros + Casino (Martin Scorsese, 1990 y 1995), hay que asumir
que todo lo que venga después solo podrá aspirar como máximo al tercer peldaño
del podio.
Y
eso que hay un buen puñado de títulos aspirantes a la gloria como Muerte
entre las flores (Joel y Ethan Coen, 1990), El precio del poder
(Brian de Palma, 1983) o Érase una vez en América (Sergio
Leone, 1984), por citar solo un trío de ases.
Visto
lo visto, el director Ben Affleck partía ya con la desventaja de enfrentarse a
una mitomanía consolidada e inflexible que, además, no suele ser tan
benévola como el que suscribe (hoy en día mola el extremismo porque se confunde ser "auténtico" con ser, llanamente, radical). Por si esto fuera poco, siempre he notado
que hay un cierto sector influyente de la cinefilia y la crítica aficionado a
alimentarse de prejuicios o manías sistemáticas, y en su fatua aspiración de
ser los más enrollados o los más destroyers
del barrio parecen no saber diferenciar entre el Affleck que está delante de la
cámara y el que está detrás.
Porque
el ex novio de Jennifer López y ex pareja artística de Matt Damon es un
director más que notable —Adiós, pequeña, adiós (2009), The
Town (2011) y Argo (2013)—, el cual, Oscars aparte,
se ha ganado a estas alturas el respeto del patio de butacas.
Vivir
de noche adapta una novela de Dennis Lehane (Mystic River, Shutter Island, Adiós,
pequeña, adiós…), ambientada en los últimos años de la ley seca, cuando se
intuía la legalización del alcohol y había que ir pensando en enfocar los
chanchullos hacia nuevos vicios (el juego, los narcóticos). Cuenta una historia
típica del género: el ascenso del delincuente modesto a la primera división de
hampa, con todo el necesario lastre de conflictos y dilemas para conciliar el
trabajo y la familia, con sus tejemanejes de lealtades y traiciones, con sus
guerrillas étnicas entre macarronis e irlandeses, con su cuidadito con este que
parece mi amigo pero igual me endiña la puñalada cuando me gire, en fin, lo de
casi siempre, muy bien presentado, con envoltorio brillante y sonido abrumador,
una obra más que digna para olvidarte del mundo exterior durante dos horas.
Affleck
se aleja del paradigma shakesperiano de los padrinos de Coppola y emparenta su película
con las más contemporáneas Enemigos públicos (Michael Mann, 2009)
o Los
intocables de Elliot Ness (Brian de Palma, 1987). Le sobra, o estorba un poquito, también como casi siempre, algún pasaje romántico o seudo erótico que no aporta demasiado a la chicha principal del guiso, pero nada tan grave como para deslucir el conjunto.
Y
sí. Que ya lo sé. Que a Ben Affleck le cuesta una mueca lo mismo que a Haneke
una carcajada. Que el muchacho no es precisamente un prodigio de versatilidad y
matices interpretativos. Seguro que con Christian Bale o Michael Fassbender como
protagonista la película habría ganado en este aspecto. Pero ya está. Actores
de un solo registro los ha habido a centenares, incluidos los histriónicos (parece
que solo sean limitados los más hieráticos, como Richard Gere o Clint Eastwood,
pero, si somos justos, tampoco es que Jack Nicholson o Woody Allen se hayan
caracterizado por salirse del molde que los ha hecho carismáticos). Teniendo
todo esto en cuenta, y partiendo de la base de que la perfección, además de
odiosa, es imposible, nos queda una buena película. Yo me lo he pasado bárbaro.
Director: Ben Affleck
Guion: Ben Affleck (sobre la novela de Dennis Lehane)
Intérpretes: Ben Affleck, Chris Messina, Zoe Saldana, Elle Fanning, Brendan Gleeson, Chris Cooper, Sienna Miller
País: Alemania
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