martes, 10 de octubre de 2017

Detroit

Río revuelto, todos pierden






La primera vez que vi Zodiac (David Fincher, 2007) me quedó la sensación de haberme pegado un banquete pantagruélico y, al mismo tiempo, de que me habían dejado sin postre. Vista una segunda vez, me gustó todavía más, quizá porque entendí que ese desenlace no del todo satisfactorio, y esa estructura narrativa que parecía discurrir en dirección contraria a lo que entendemos por un clímax, no solo eran justificados, sino también necesarios.

Basar la película en un hecho real que no culminó con un triunfo palmario de la justicia implica dicho riesgo. Fincher decidió no manipular ese aspecto del relato verídico para complacer al espectador perezoso, y algo así ha hecho Kathryn Bigelow en Detroit, un drama sobre la injusticia y los prejuicios raciales que te recibe de mala hostia y te despide sin indemnización.

La película cuenta un enésimo episodio de disturbios raciales, ocurridos durante el verano de 1967 en la ciudad del título, y que al parecer se iniciaron con una redada policial en un bar ilegal que terminó derivando en una batalla mucho más truculenta, como si a alguien se le hubiera antojado montar en Michigan una sucursal de la guerra del Vietnam, de la que algunos implicados en este conflicto habían vuelto pensando que con ello se habían acabado los tiros y los traumas.

Aunque hay una evidente intención de retratar la realidad histórica, creo que la película mejora cuando se centra en lo anecdótico (entiéndase “anecdótico” en términos narrativos, no dramáticos), en las horas de angustia dentro de una casa en la que la policía busca a un presunto francotirador, y donde convergen los tres puntos de vista principales de la historia: el policía racista y de gatillo flojo al que es mejor darle una hostia que darle la espalda; el músico que ve truncado su sueño de grabar para la Motown por culpa de los altercados, y el guardia de seguridad pluriempleado y atrapado entre el deber del uniforme y la justicia para sus semejantes.

Bigelow es una directora que domina la acción y la tensión en pantalla. Sus primeras películas eran efectivas y algo más convencionales (Días extraños, Le llaman Bodhi, K-19 The widowaker…), hasta que llegó En tierra hostil (2008), donde adoptó el estilo nervioso y documental de Paul Greengrass y consiguió que el tío Oscar aflojara la mosca. Tan bien le fue la fórmula, que repitió con La noche más oscura (2012), obra que despertó la admiración cinéfila generalizada, pero que a mí, he de confesar, se me hizo bastante pesada.

Por suerte, aunque en Detroit apuesta por las mismas claves cámara hiperactiva que a ratos se coloca a un palmo de los personajes para apabullar al espectador como si participara directamente del embrollo, la voluntad de crónica no eclipsa el carisma de los personajes y la progresión de los hechos te mantiene alerta todo el rato. Porque de eso se trata: de que entretenga o apasione como la ficción, aunque sea realidad.

Sus defectos, principalmente dos: un maniqueísmo demasiado subrayado (no hacía falta señalarnos con tanta enjundia quiénes son los buenos y los malos en esta historia, porque ya lo sabemos antes de entrar al cine), y esa parte final, la del proceso judicial, que parece un epílogo metido a última hora y con prisas.

Una buena película que provoca emociones pero no da soluciones. Y en este caso, era la decisión adecuada, porque la sensación es que en este río revuelto todos pierden. 



Directora: Kathryn Bigelow
Guion: Mark Boal
Intérpretes: John Boyega, Algee Smith, Will Poulter, Jack Reynor, Ben O’Toole, Hannah Murray, Anthony Mackie
País: Estados Unidos

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