La
primera vez que vi Zodiac (David Fincher, 2007) me quedó la sensación de haberme
pegado un banquete pantagruélico y, al mismo tiempo, de que me habían dejado sin
postre. Vista una segunda vez, me gustó todavía más, quizá porque entendí que
ese desenlace no del todo satisfactorio, y esa estructura narrativa que parecía
discurrir en dirección contraria a lo que entendemos por un clímax, no solo
eran justificados, sino también necesarios.
Basar
la película en un hecho real que no culminó con un triunfo palmario de la
justicia implica dicho riesgo. Fincher decidió no manipular ese aspecto del relato
verídico para complacer al espectador perezoso, y algo así ha hecho Kathryn
Bigelow en Detroit, un drama sobre la injusticia y los prejuicios raciales
que te recibe de mala hostia y te despide sin indemnización.
La
película cuenta un enésimo episodio de disturbios raciales, ocurridos durante
el verano de 1967 en la ciudad del título, y que al parecer se iniciaron con
una redada policial en un bar ilegal que terminó derivando en una batalla mucho
más truculenta, como si a alguien se le hubiera antojado montar en Michigan una
sucursal de la guerra del Vietnam, de la que algunos implicados en este
conflicto habían vuelto pensando que con ello se habían acabado los tiros y los
traumas.
Aunque
hay una evidente intención de retratar la realidad histórica, creo que la
película mejora cuando se centra en lo anecdótico (entiéndase “anecdótico” en
términos narrativos, no dramáticos), en las horas de angustia dentro de una
casa en la que la policía busca a un presunto francotirador, y donde convergen
los tres puntos de vista principales de la historia: el policía racista y de gatillo
flojo al que es mejor darle una hostia que darle la espalda; el músico que ve
truncado su sueño de grabar para la Motown por culpa de los altercados, y el
guardia de seguridad pluriempleado y atrapado entre el deber del uniforme y la
justicia para sus semejantes.
Bigelow
es una directora que domina la acción y la tensión en pantalla. Sus primeras
películas eran efectivas y algo más convencionales (Días extraños, Le
llaman Bodhi, K-19 The widowaker…), hasta que llegó
En
tierra hostil (2008), donde adoptó el estilo nervioso y documental de
Paul Greengrass y consiguió que el tío Oscar aflojara la mosca. Tan bien le fue
la fórmula, que repitió con La noche más oscura (2012), obra que
despertó la admiración cinéfila generalizada, pero que a mí, he de confesar, se
me hizo bastante pesada.
Por
suerte, aunque en Detroit apuesta por las mismas claves —cámara hiperactiva que a
ratos se coloca a un palmo de los personajes para apabullar al espectador como
si participara directamente del embrollo—, la voluntad de crónica no eclipsa el
carisma de los personajes y la progresión de los hechos te mantiene alerta todo
el rato. Porque de eso se trata: de que entretenga o apasione como la ficción,
aunque sea realidad.
Sus
defectos, principalmente dos: un maniqueísmo demasiado subrayado (no hacía
falta señalarnos con tanta enjundia quiénes son los buenos y los malos en esta
historia, porque ya lo sabemos antes de entrar al cine), y esa parte final, la
del proceso judicial, que parece un epílogo metido a última hora y con prisas.
Una
buena película que provoca emociones pero no da soluciones. Y en este caso, era
la decisión adecuada, porque la sensación es que en este río revuelto todos pierden.
Directora: Kathryn
Bigelow
Guion: Mark Boal
Intérpretes: John
Boyega, Algee Smith, Will Poulter, Jack Reynor, Ben O’Toole, Hannah Murray,
Anthony Mackie
País: Estados
Unidos
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