Es
arriesgado hablar mal de una película que ha puesto de rodillas a la crítica y
a los jurados festivaleros, que ha convencido a la academia de cine para
presentarla a los Oscar, y que encima está inspirada en unos hechos reales que
la directora ha vivido en su carne. Comprendo plenamente las razones y los
sentimientos que pueden haber llevado a Carla Simón a rodarla, pero entiendo de
la misma manera que el espectador no tiene ninguna obligación de conocer el
entorno o las circunstancias de la obra más allá de la mera ficción que se le
presenta (a cambio del precio de una entrada, no lo olvidemos tampoco), venga
de donde venga la materia prima.
La primera media hora de Verano 1993 está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.
Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.
Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.
A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.
Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.
Repito: no dudo de que detrás de Verano 1993 hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).
Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.
Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.
La primera media hora de Verano 1993 está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.
Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.
Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.
A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.
Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.
Repito: no dudo de que detrás de Verano 1993 hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).
Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.
Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.
Director: Carla Simón
Guion: Carla
Simón
Intérpretes: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, Paula Robles
País: España
Intérpretes: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, Paula Robles
País: España