Los
miedos que uno experimenta mientras ve una película no son siempre una
proyección literal de los temores que se padecen en la realidad. Por lo que a
mí respecta, ni brujas, ni vampiros, ni zombis, ni monstruos o criaturas
oriundas de dimensiones o planetas ajenos me alteran ni mucho menos me quitan
el sueño de una noche cualquiera, aunque un rato antes, en el cine, haya
temblado en mi butaca como un flan en un vagón de tren.
Paco
Plaza —por su cuenta, o en compañía de Jaume Balagueró— se ha especializado en
acercar los mitos y tradiciones terroríficas de la ficción a un terreno doméstico,
al tiempo que, casi paradójicamente, ha optado por dotar de una personalidad
aterradora a sujetos y escenarios que uno siempre ha identificado con la
rutinaria cotidianidad, y alejados, por tanto, de los arquetipos del género.
En
REC
era la escalera de vecinos, y en REC3: Genesis un bodorrio
típicamente castizo (la segunda entrega me la salto como si fuera un falso
recuerdo), por lo que parece lógico que el siguiente paso para ir más allá no
fuera otro que extraer la materia prima de la propia realidad. La historia que
cuenta Verónica se basa en el que es, según se dice, el único
expediente policial de nuestro país en el que se alude de manera concreta a
fenómenos paranormales o, como mínimo, imposibles de explicar usando la lógica
racional.
Una
sesión de güija perpetrada por tres adolescentes en un colegio de monjas de
Vallecas es el punto de arranque, y en este aspecto no es que haya nada
demasiado original (presencias fantasmagóricas, sustos, ruidos extraños,
delirios oníricos aterradores, etc.); incluso diría que la película peca del
innecesario cliché de la monja ciega —trasunto de la enana de Poltergeist
(Tobe Hooper, 1982), para entendernos—, un personaje-pegote que parece tan
forzado como los travestis de Almodóvar o los números musicales de las
películas de los Hermanos Marx.
Dejando
esta concesión a un lado, lo más atractivo de Verónica es el mérito de
sacarle jugo al contexto —barrio obrero, gente corriente— para asustar de
verdad, meter el canguelo en la cocina o debajo de la mesa camilla, usando
además como base de esos terrores el desbarajuste familiar y social de la
protagonista (lo que podría favorecer, en último término, la interpretación
simbólica o directamente realista de
los hechos).
Tampoco
se olvida Plaza del humor negro —seña de identidad más que contrastada—,
introducido sobre todo a través de unos personajes infantiles que están
milagrosamente bien interpretados. Igual de bien funcionan los guiños a la
época y los homenajes sutiles, como el que le brinda al pionero Chicho Ibáñez
Serrador.
Mención
de honor merece la música, con dos excéntricos pilares en su banda sonora: uno,
la cancioncilla de un spot publicitario del limpiador Centella; y el otro, las
canciones de Héroes del Silencio, que sirven para retratar a Verónica como la
adolescente de los 90 que fue, y cuya lírica grandilocuente y esotérica liga a
la perfección con lo que las imágenes nos van sugiriendo.
Si
estáis hartos ya de casoplones en las afueras de Ohio o Kentucky, de guantes de
béisbol sagrados y familias modelo incordiadas por demonios y niñas paliduchas con
voz de cazallera, sabed que tenéis una alternativa para saciar vuestra sed de
terror en un piso de protección oficial a un costado de la M-30, en un barrio
humilde donde viven familias desestructuradas y los parroquianos burlan la
crisis y el aburrimiento viendo al Rayo Vallecano en un bareto con olor a
fritanga. El miedo no es clasista.
Director: Paco
Plaza
Guion: Paco
Plaza, Fernando Navarro
Intérpretes: Sandra
Escacena, Bruna González, Claudia Placer, Iván Chavero, Ana Torrent
País: España
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