La
Guerra de Vietnam inauguró una nueva forma de interpretar el cine bélico. Películas
como El
cazador (Michael Cimino, 1978), Apocalypse Now (Francis Ford
Coppola, 1979), Platoon (Oliver Stone, 1986), La chaqueta metálica
(Stanley Kubrick, 1987) o Corazones de hierro (Brian De Palma,
1989), establecieron un patrón visual y dramático más acorde a unos tiempos ya
conquistados por la violencia explícita y la hemoglobina a granel.
Más
allá de lo estético y superficial, esta nueva manera de mostrar la guerra en
pantalla añadía una diferencia crucial respecto a la tradición: el predominio
de la conciencia sobre la épica, lo que terminó dando lugar en muchos casos a
un cine bélico paradójicamente pacifista (o casi).
Años
después llegaron Spielberg (Salvar al soldado Ryan, 1998) y
Malick (La delgada línea roja, 1998) para aplicar la fórmula a la Segunda
Guerra Mundial, cada cual en su estilo, pero marcando una tendencia que otros
han seguido (el mismísimo Ridley Scott calcó el desembarco de Normandía spielbergiano nada menos que en Robin
Hood), y de la que su última manifestación es la notable Hasta
el último hombre (Mel Gibson, 2016).
No
parecía este, en principio, un tema próximo a las inquietudes de Christopher
Nolan, director tan sobrado de talento como de pretensiones, pero, mire usted
por dónde, parece que el británico ha accedido a rebajar una pizca su ambición
metafísica (toma nota, Paul Thomas Anderson) y se ha despachado con una peli de
guerra canónica en lo narrativo y al mismo tiempo moderna en sus rasgos de
estilo.
Para
entendernos, como una mezcla perfecta entre Spielberg y Kubrick: espectacular,
pero sin truculencias; atractiva a los ojos, pero también coqueta con las neuronas;
centrada sobre todo en narrar el drama bélico desde la perspectiva del
individuo, dejando a un lado la heroicidad grandilocuente. Porque la épica, que
la hay, es minimalista, humana, doméstica, con un matiz crítico integrado de
forma sutil, sin soflamas ni panfletos, jugando muy hábilmente al equilibrio
entre la inteligencia y la inocencia, una de las virtudes del cine clásico que
por desgracia se está perdiendo.
La
relatividad del tiempo —que juraría que es el tema favorito de Nolan; si no,
véanse Memento, Origen, Interestellar…— aparece
aquí en la construcción de un guion dividido en tres puntos de vista separados
por una semana, un día y una hora, que terminan convergiendo y dando sentido
global a esta trama de ficción inspirada en un hecho real que —supongo que no
por casualidad— nutre otra de las películas estrenadas estos días, la también
recomendable Su mejor historia (Lone Scherfig, 2016).
Los
primeros minutos pueden despistar un poco y amenazar con una indefinición argumental
que enseguida se disipa y, bien ayudada por la enérgica fanfarria de Hans
Zimmer, avanza en un crescendo de sensaciones y emociones (miedo, angustia,
supervivencia, claustrofobia, sentido del deber, cobardía, temeridad, decepción,
horror, esperanza, justicia…) hasta un desenlace como los de antes de la
guerra.
Director: Christopher
Nolan
Guion: Christopher
Nolan
Intérpretes: Fionn
Whitehead, Mark Rylance, Tom Hardy, Kenneth Branagh, Cillian Murphy
País: Estados
Unidos