Siempre
he sostenido que, cuando Ridley Scott filmó sus dos obras maestras y señeras —Alien,
el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982)—, su máxima
intención era regalarle al público un gran entretenimiento, cine de género de
primera calidad. Ocurrió, sin embargo, que ambas películas pasaron a ser “de
culto”, y entonces la cinefilia ceñuda y pretenciosa se vio en la obligación de
reivindicarlas como cine de autor profundo y selecto.
Pero
Scott siguió a lo suyo, y continuó cultivando su talento sin dejar de echarle
el ojo al patio de butacas (Black rain, Thelma y Louise, Gladiator,
Hannibal,
American
Gangster, Marte (The Martian)…), cosa que un servidor ha agradecido siempre, aunque muchos
de los que lo veneraron en su día fueran desinflando su entusiasmo hasta perder
del todo la fe en el director británico.
De
un tiempo para acá, además, se ha impuesto que el cine de ciencia ficción abandone
lo lúdico y se centre en lo filosófico, que plantee las grandes preguntas del
ser humano y rescate el espíritu ambicioso —y pedante— de las obras de Kubrick
y Tarkovsky. Nombres como Christopher Nolan (Origen, Interstellar)
o Denis Villeneuve (Enemy, La llegada) abanderan esta nueva
corriente (no por capricho, Villeneuve fue el elegido para dirigir la inminente
secuela de Blade Runner).
Las
secuelas de Alien fueron encargadas a directores talentosos (Cameron,
Fincher, Jeunet) que resolvieron la papeleta con sobrada solvencia, pero en
2012 Scott tomó de nuevo las riendas (como hiciera Lucas con sus Galaxias) para
hacerse cargo de Prometheus, primera de las tres precuelas que desembocan cronológicamente
en la original Alien, el octavo pasajero. Y como exigía la tendencia en boga,
añadió a su historia la cantidad suficiente de digresión filosófica, dilema
existencial y arcanos cuánticos como para que los más tiquismiquis no pudieran
acusarle de pirotécnico y mercachifle.
Más
de lo mismo encontramos en Alien. Covenant, cuyos puntos débiles son
precisamente sus parones rítmicos en aras de una profundidad que tal vez no
necesita. Lo mejor, como siempre, aparece cuando la película recupera su alma
genuina, cuando se centra en recordarnos que estamos ante el mejor híbrido de
terror y ciencia ficción de la historia del cine (con permiso de los fieles de
Carpenter, que ya sé que sois muchos), cuando vemos surgir al bicho de las
entrañas de algún humano desgraciado y sentimos su amenaza correteando por los
claustrofóbicos pasillos de una nave espacial.
Michael
Fassbender es muy bueno, y le va perfecto a la ambigüedad inquietante de su
personaje, pero se echa de menos un digno sucesor del rol de la teniente
Ripley, hasta el punto de que a veces da la impresión de que el casting se ha
esforzado más en los cameos (James Franco, Guy Pierce) que en el reparto
principal.
Para
los fans de Alien de toda la vida es una cita obligada y creo que satisfactoria
pese a sus ciertos altibajos. Para los neófitos —si es que aún queda alguno—,
recomiendo con urgencia el visionado de la película de 1979. Como ya mencioné
el día que tocó hablar de Life (David Espinosa, 2017),
comprobarán lo bien que envejecen algunas películas y
por qué se han ganado con merecimiento la etiqueta de clásicas.
Director: Ridley
Scott
Guion: John
Logan, Dante Harper
Intérpretes: Michael
Fassbender, Katherine Waterston, Billy Crudup, Demián Bichir
País: Estados
Unidos
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